No hay palabras


Para Elena Méndez

Las palabras finalmente como algo que se toca y se palpa, las palabras como materia ineludible. Y todo acompañado de una música oscura y pegajosa…

A.D

Amparito fue una niña muy miedosa, como por lo general son los niños rebasados por su imaginación. Sus ojos de gato ámbar, cuyo brillo se acentuaba con la oscuridad y en el desvelo, retaban sin embargo a las sombras. Se sentía observada a toda hora por una multitud de ojitos, sobre todo mientras intentaba conciliar el sueño. Soñaba rituales edípicos como los de la hermosa mujer rubia del cuento “Griselda”: “La mujer dejó de llorar y alzó la cara. Martha contempló entonces un rostro transfigurado por el dolor y dos enormes cuencas vacías; mientras los ojos de Griselda, cientos, miles de ojos, lirios en el estanque, la traspasaban con sus inmensas pupilas verdes, azules, grises…” (Árboles petrificados, Joaquín Mortiz, 1977).

Definitivamente, la oscuridad no quiso ser su amiga, más bien el parapeto de entes deseosos de suplantarla o apoderarse de su menuda humanidad. Las pesadillas que la torturaban no eran la mitad de aterradoras que sus delirios de niña callada y solitaria. Es muy probable que ante la impotencia de nombrar al miedo, Amparo optara por comunicarse con sus demonios interiores a través de la escritura. Pero la escritura, en vez de otorgarle el poder de nombrar esas cosas, le hizo posible otorgarles una forma, una sombra, un propósito, un cuerpo.

“Al lado de nuestra casa –escribiría de adulta Amparo Dávila –se encontraba la de mi abuelo paterno, en ella había dos cuartos que nunca he olvidado: una sala muy grande con muebles de mimbre, tibores, espejos dorados, flores, miniaturas y una virgen de bulto de tamaño natural, con grandes ojos azules de vidrio que parecía que de pronto iba a bajarse de su altar, y en el cuarto del fondo había un ataúd en el centro y cuatro cirios nuevos. Éste era el ataúd que mi abuelo tuvo, durante años, listo para su muerte.” (Los narradores ante el público, Confrontaciones, Joaquín Mortiz, México, 1966).

La infancia es, en la gran mayoría de los casos, el lugar donde los escritores eligen permanecer. No necesariamente por asociársele con la felicidad –la historia de la literatura registra infancias desdichadas, incluso trágicas y crueles- sino porque es el instante del descubrimiento…de la autoexploración, de la obligada tregua con los miedos. Los relatos de Amparo bregan poco en la autobiografía, no así sus poemas, faceta casi desconocida hasta la reciente aparición de Poesía reunida (Fondo de Cultura Económica, México, 2011). La brevedad del volumen sugiere que lo cultivó más como vía alterna de expresión que con el rigor que se advierte en su prosa. Y sin embargo, además de su indiscutible valor literario, nos permiten conocer a la Amparito que permaneció agazapada tras las sombras siniestras de sus relatos…la niña de trenzas que retozaba frente al río y contemplaba absorta al imponente Cristo de los Mineros agobiado por “sudores de lirio” en Jueves Santo….la esposa condenada a la inexorable fidelidad que muchas veces recuerda más a Argos, el fiel perro de Ulises, que a la propia Penélope.

ANCLABAS y partías

en la tarde colmada de presagios

blanca tumba

de pájaros marinos

entre la luz y el viento

como un barco indeciso

anclabas y partías.

(“El cuerpo y la noche” (1965-2007) p.83)



La experiencia de la muerte no se limitó a crecer con la visión del ataúd que aguardaba por su abuelo. Amparo fue la sobreviviente de tres hermanos, siendo la segunda y única mujer. El mayor murió apenas nacer. El menor falleció a tierna edad a consecuencia de una meningitis. Por si no fuera suficiente, pierde a su único compañero de juegos en plena infancia. Ella misma queda postrada, a raíz de esta pérdida, por una enfermedad no identificada y de pronóstico reservado. Llega, sorprendentemente, a los 20 años, edad en que publica su primer poema en la revista potosina Estilos; llega, más aún, sana, bella y rozagante. Pero cuando en 1954 decide trasladarse a la ciudad de México para iniciar su carrera como narradora, recae. Siente morir. Ahora sí. Más que curarse, Amparo retorna a la vida con un bagaje de silencios que le permitirá escribir textos deslumbrantes. ¿Es casualidad que el primer libro que cayera en sus manos fuera La divina comedia? ¿Serían los demonios quienes lo pusieron a su alcance para que abriera una ventana al infierno?: “Su mundo era sólo su mundo, lleno siempre de inquietud, angustiado de todo y de nada, ansiedad acrecentada por los años, desasosiego, andar de aquí para allá buscando un sitio, el sitio que no encontraba, nunca la paz, aburrimiento constante de lo que tenía o deseo de algo distinto; la soledad a cuestas siempre, ni siquiera su obra bastaba, sólo el tiempo de la gestación era parte suya, después podía haber sido la de otro, tan lejano, como nunca creada por él…” (“El jardín de las tumbas”, Música concreta, Col. Letras mexicanas, Fondo de Cultura Económica, 2002, p.p 50 y 51).

¿Qué niño no deja de nombrar las cosas cotidianas cuando ha vivido con la certeza de la muerte pendiendo sobre su cabeza? El sin sentido se apodera del alma infantil, la puebla de ecos perversos y subvierte la inocencia. Nacida el 21 de febrero de 1928, en Pinos, Zacatecas, “el pueblo de las mujeres enlutadas” de Agustín Yánez, transcurriría su infancia entre este poblado rulfiano y San Luis Potosí, donde haría su debut como escritora. Amparo Dávila pretendió exorcizar a sus demonios mediante la poesía, pero ¡oh sorpresa!, si bien Emmanuel Carballo calificaría esta de “transparente”, lo cierto es que era también “nocturna”, y que su tema recurrente era la muerte, más aún, la angustia ante la certeza de la muerte. Por alguna razón imagino a la joven Amparo escurridiza, temerosa, pálida, perenne víctima de su encanijada imaginación que la hace sacar mil conjeturas, a cual más horrible, en torno al inocente ofrecimiento de un extraño, como la Tina Reyes de su cuento del mismo nombre: “Él sugirió que fueran hasta la esquina X, porque ahí siempre pasaban libres, a cualquier hora. Y Tina seguía diciéndose que ahí debía estar el taxi cómplice. Pero se dejó llevar, convencida, como estaba, de que ese era su destino y como tal tenía que cumplirse aunque ella se resistiera. Y efectivamente no bien llegaron, él paró un libre.” (Música concreta, p. 125). Como oveja al matadero, así se deja llevar Amparo por su persuasiva imaginación que finge ser su amiga pero en realidad pretende drogarla, violarla y asesinarla, no necesariamente en tan ortodoxo orden. A diferencia de Tina Reyes, Amparo Dávila demoró bastante para convencerse de que era su destino. Publicaría tres libros de poesía: Salmos bajo la luna, Perfil de soledades y Meditaciones a la orilla de un sueño, títulos que anunciaban la inminencia de su narrativa. No creo, como Georgina García Gutiérrez (“Amparo Dávila y lo insólito”, Nueve escritoras mexicanas nacida en la primera mitad del siglo XX, y una revista, Coordinadora: Elena Urrutia, Instituto Nacional de las Mujeres del Colegio de México, 2006), que el interés de Amparo por el género fantástico haya aparecido a raíz de su traslado a la ciudad de México. La autobiografía de la autora zacatecana la presenta como alguien subordinada a Su Majestad la Imaginación desde pequeña. En lo que sí concuerdo con la académica, es en la comparación que establece no entre Amparo y Remedios Varo, sino entre Amparo ¡y las mujeres pintadas por Remedio Varo! Esos relatos estrujantes, pegajosos, cercados de jardines pútridos, donde la maldad acecha tras unas gafas oscuras, en la más dulce flor o en los seres más anodinos; donde nunca sabremos si la autora se refiere a personas o a freaks, en los que el infortunio se anuncia de manera bulliciosa, no pueden sino tener el rostro de una brujita de Remedios Varo, idéntico al de la bruja Amparo, con unos verdes ojos gatunos (¿Casualidad también que solo se fotografíe con gatos que se le parecen como si fueran sus hijos?) y una negra melena que parece excesiva para su pequeño rostro de delicados rasgos. La gran bruja de las letras mexicanas, la que cocina el lenguaje junto con corazones podridos, flores babeantes y sexos de sapo: “Fue un verdadero acierto graduar el dolor, darle categoría y límite (…) Se necesitaría de un artista auténtico para conmoverme, no de un simple aprendiz de monstruo (…)” (“Fragmento de un Diario”, Muerte en el bosque, Lecturas Mexicanas, no. 74, Fondo de Cultura Económica, SEP, 1985, p. 11) ¿Aprendiz? De eso nada. La bella Amparo se reconcilió con la bestia que la habita, y la que leemos es la bestia misma en vías de perfeccionarse hasta la autodestrucción. El monstruo en que suelen transformarse los niños miedosos que se cansan de suplicarles a las tinieblas que no se los coman y terminan comiéndose su propio corazón.

Cuando en entrevista con Elena Poniatowska Amparo se confiesa impresionada por Kafka, no revela nada que no haya revelado a través de sus relatos: Como el autor checo, la mexicana presentar el horror a nombrarlo. El mundo de Kafka es como la casa llena de fetiches mortuorios del abuelo de Amparo, donde una virgen tamaño natural cuyos ojos invitan a sacárselos o amenazan con rodar hasta tus pies, no sería intrusa en lo absoluto. Un mundo donde los lugares se vuelven personas y las sombras adquieren formas que se arrastran. Tiempo destrozado, su primer libro de relatos publicado en 1959, en la colección Letras Mexicanas, ya está lleno de esos referentes kafkianos, aunque no sería hasta Música concreta, el segundo, que lo innombrable alcanzaría su apogeo. La voz narrativa de Amparo nos remite a la de la niña que intentaba convencer a las sombras de no tragársela, preguntándose si no serían sus hermanos y su amiguito quienes la invitan a incorporarse a su mundo para juntos jugar eternamente. Parecieran, en algunos casos, la respuesta tardía a aquella invitación desde las tinieblas: “(…) era como ya no estar en mí misma, sino muy lejana, en otro instante muy hermoso.” (“Detrás de la reja”, Música…p. 62). Lo hermoso y lo terrorífico se dan la mano. La belleza de pretender que se está allí cuando en realidad se está muy lejos. Salirse de uno. Mirarse uno. ¿En qué momento aceptó Amparo fundirse en las sombras y salir convertida en una erudita del silencio expresivo, elocuente? ¿O es que vivir entre enlutadas, como llama a las monjas que la asistieron en sus primeras letras en San Luis Potosí, vuelve sombra de sí mismo a cualquiera? Lo diabólico en la escritura de Amparo, sin embargo, tiene más que ver con lo poético que con lo herético. Es el demonio melancólico de los románticos, de los góticos: “(…) esta tela representa el caos, el desconcierto total, lo informe, lo inenarrable… pero le quedará sin duda un bello traje.” (“Tiempo destrozado”, Muerte en el bosque, p. 86).

Alfonso Reyes será su mentor, su guía, su jefe comprensivo en El Colegio de México. La entregará incluso al altar cuando se casa con el pintor, también zacatecano, Pedro Coronel (1921-1985) en 1958, de quien Amparo se divorciaría en 1964, habiendo procreado dos hijas: Luisa Jaina, nacida el año mismo de la boda, y Juana Lorenza, nacida en 1959. Resulta imposible no preguntarse si sus relatos que aluden a la vida conyugal como una pesadilla, que son varios, y fueron escritos más o menos durante esa época, serán autobiográficos, como por ejemplo “El huésped”, acaso el más célebre de ellos y que aparece en Muerte en el bosque; o “Alta cocina”, del mismo libro, donde la cocina se transforma en algo así como un potro de tortura del que brotan gritos de dolor; o el estremecedor “El último verano”, incluido en Árboles petrificados (Joaquín Mortiz, 1977), donde una ama de casa cree estar sufriendo los efectos de la menopausia y se descubre encinta, cosa que recibe sin ningún agrado y sí con la sensación de que un cuerpo extraño la invade y necesita terminar con él: “(…) Cerca de las seis de la tarde, alcanzó a percibir como un leve roce, algo que se arrastra sobre el piso apenas tocándolo; se quedó quieta, sin respirar… sí, no cabía la menor duda, eso era, se iban acercando, acercando, acercando lentamente, cada vez más… cada vez más… y sus ojos descubrieron una leve sombra bajo la puerta… sí, estaban ahí, habían llegado, no había ya tiempo que perder o estaría a su merced… Corrió hacia la mesa donde estaba el quinqué de porcelana antiguo que fuera de su madre y que ella conservaba como una reliquia. Con manos temblorosas desatornilló el depósito de petróleo y se lo fue vertiendo desde la cabeza hasta los pies, hasta quedar bien impregnada…” (p. 66).

Lo más relevante de la relación entre la escritora y Reyes, y que ella no revelaría sino hasta sus apuntes autobiográficos, es que él la llevó de la mano al consultorio de Federico Pascual del Roncal, un inminente psiquiatra español, muy buen amigo del escritor regio. Se requiere de una infinita simpatía para confiarle a alguien que sufres terrores nocturnos, que te agobian las pesadillas, que te sientes observada por multitudes de ojos (los mil pares de ojos son una constante en la escritura de Amparo) y vives temerosa de ser tragada por las sombras. No se sabe si el tratamiento tuvo éxito, dado que los relatos de Amparo nunca dejaron de transmitir esa especie de horror pasivo por el destino, pero finalmente el silencio terminó por envolver a la bella bruja tras Árboles petrificados, Premio Xavier Villaurrutia 1977 y que prometía muchos libros más. No volveríamos a saber nada de Amparo sino hasta que en el 2003, la joven escritora Cristina Rivera Garza nos la daría a conocer a muchos a través de La cresta de Ilión, que no es un ensayo sobre la obra de Amparo, sino una preciosa novela gótica en homenaje a ella y a su obra, con la misteriosa Amparo de cadera huesuda (“Cresta de Ilión” se llama al huesito de la cadera) como protagonista. Hasta entonces, los que admiraron a la escritora zacatecana la creían muerta, tal era su silencio, y Cristina nos hizo ver que no, que estaba viva y sana. La propia Cristina ha confesado que, al descubrir que su admirada escritora aún vivía, decidió escribir esa novela en su honor donde un extraño refugio para desahuciados reúne a la muerte y a la vida en una historia de amor. Quizá fue lo que animó a la retirada escritora a escribir “Apuntes para un ensayo autobiográfico”, publicado en la revista Barca de palabras. Lo cierto es que Amparo Dávila se mantiene apartada de los reflectores, disfrutando de sus numerosos nietos y cuidando de su jardín en su casa de Zacatecas, para que no se petrifique: “Cuando se es viejo, uno vive ya sólo para sus recuerdos, los persigue queriendo recuperarlos, como si fueran los pedazos de un objeto roto que se quisiera reconstruir…” (“Griselda”, Árboles petrificados, p. 53).



DESTRUCCIÓN Y VIDA DE LA ROSA

Ausente del ser, la rosa permanece,

en ámbito transido

de negaciones y torturas.



Desde su sueño,

ante su rostro de silencios

contempla su lenta, larga

transparencia de agua

y se descubre mutilada y sola

en el vacío azul de la inconsciencia,

flotando en un angustia renovada,

intacta siempre,

sostenida tan solo por raíces

de frágiles cristales.



La rosa sueña

la muerte de la rosa.



Preciso es morir,

destruir los castillos edificados en la arena,

las falsas lunas en el telón de la noche,

la muralla del eterno refugio

y la estatua colocada

en el jardín de la infancia.



La rosa sabe

que la rosa ha muerto.



Desprendida de su propia sombra,

al margen mismo del sueño

se encamina al momento

de las verdades sustanciales.



Desnuda, sobre los rescoldos humeantes

de sus murallas rotas,

descubre su propia arquitectura.



La rosa vive

La vida de la rosa.



“Perfil de soledades” (1954)

Poesía reunida l

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