Desmayada en rosas


Ven, oye, yo te evoco


Extraño amado de mi musa extraña,


Ven, tú, el que meces los enigmas hondos


Es el vibrar de las pupilas cálidas,


El que ahonda los cauces de amatista…


De las ojeras cárdenas


Ven, oye, yo te evoco,


¡Extraño amado de mi musa extraña!


Misterio: ven


D.A


Delmira Agustini llevó demasiado lejos su anhelo de una pasión perfecta. Era demasiado joven para comprender que nada más defectuoso e impuro que la pasión. Como la belleza misma. Como el amor. Pero si lo hubiera sabido, no tendríamos en nuestras manos sus excelsos poemas, aunque el precio a pagar haya sido demasiado alto. En medio de su ardiente búsqueda se hizo acompañar por el que sería su asesino… o su cómplice… nunca lo sabremos, Enrique Job Reyes, el marido anodino que aceptó involucrarse en un extraño juego que culminó en los encabezados de la nota roja. Enrique Job-Reyes, cuya personalidad no corresponde en lo absoluto al fogoso amante de blancas manos retratado en sus poemas, al que incluso compara con un busto romano: “Quise volar… ¡y desmayé en tus manos!/ ¡Manos que sois de la Vida!/ ¡Manos que sois del Ensueño!/¡Manos que me disteis la gloria!/¡Manos que me distéis miedo!



Miedo. Acaso la palabra más mencionada a través de la obra de Delmira. Pero mucho más que un miedo de predestinación, se trata del miedo a la propia naturaleza….a lo que uno se ve forzado a reprimir para no ser considerado un monstruo, pese a que todos, en mayor o menor medida, lo somos. Miedo de lo que inconscientemente sabemos somos en realidad y nada, ni siquiera la promesa de la dicha, nos impele a soltar… máxime si se es mujer, en una sociedad tan conservadora como la que tocó en suerte a esta gran poeta. Considero que el misterio de la fascinante poesía de esta seductora mujer radica en dos rasgos muy personales: su ya mencionado anhelo de pasión, que en su caso está muy ligado al anhelo de perfección estética, y su forma de concebir y dirigirse a la musa, según se advierte en el epígrafe: la musa es una presencia muy recurrente en sus poemas, aunque la originalidad estriba en que esta musa tiene un amante que a su vez contribuye a insuflarle la pasión con que ella envuelve a quienes la contactan. Delmira no invoca a la misa: se proyecta en ella; se establece un diálogo entre iguales. No es Delmira una mansa transmisora de lo que esa musa, mujer al fin y al cabo, le sopla al oído y le brinda el veneno divino de la melancolía, sino que apela a su tierna complicidad en una especie de rezo pagano:

Vibre, mi musa, el surtidor de oro

La taza rosa de tu boca en besos;

De las espumas armoniosas surja

Vivo, supremo, misterioso, eterno,

El amante ideal, el esculpido

En prodigios de almas y cuerpos;

Debe ser vivo a fuerza de soñado,

Que sangre y alma se me va en los sueños;

Ha de nacer a deslumbrar la Vida,

¡Y ha de ser un dios nuevo!

Las culebras azules de sus venas

Se nutren de milagro en mi cerebro…


El surtidor de oro

Delmira siempre hizo lo que quiso, y logró que los demás hicieran exactamente lo que ella quería. Como si quienes la rodearan fueran fruto de su imaginación… personajes de su novela… habitantes de su lienzo. Las palabras mismas se le sometieron, suspirantes y embriagadas, de tal suerte que la uruguaya terminó arrancándole a Rubén Darío un elogio insólito: “Si esta niña bella continúa en la lírica revelación de su espíritu como hasta ahora, va a asombrar a nuestro mundo de habla española… pues por ser muy mujer dice cosas exquisitas que nunca se han dicho.” (La pasión de los poetas, Jorge Bocannera, Alfaguara, Argentina, 2002). Cosa curiosa: lo que más admiraba Darío en ella, era que se expresara como mujer… que introdujera esa voz susurrante y seductora al Modernismo, corriente por él presidida. Estableció además un parangón entre el no tan sutil –pero sí tierno- erotismo de Delmira y la pasión mística pero desbordada de Santa Teresa de Jesús. Fuera del sobresalto inicial de leer de pluma de una señorita cosas como “Sobre la vida toda su majestad levanta,/ Y el beso cae ardiendo a perfumar su planta/ En una flor de fuego deshojada por dos…” (“Amor”), a nadie se le ocurrieron suspicacias respecto a la joven. O acaso interpretaron como juegos de palabras lo que para nosotros se materializa en imágenes inequívocamente eróticas. El tiempo daría la razón a Darío. La intensidad de la muchacha, aunada a un franco conocimiento del arte poético, innato acaso, es algo que aún en nuestro tiempo, en que el erotismo femenino ha dejado de ser tabú para ser tildado de cursilería, despierta admiración y aviva el fuego de los corazones que comparten su insaciable sed. La vibrante ternura de los versos de Delmira, sin embargo, no roza ni un milímetro lo que pudiera considerarse “cursi”: “Eros, yo quiero guiarte, Padre ciego…/ pido tus manos todopoderosas/ ¡su cuerpo excelso derramado en fuego / sobre mi cuerpo desmayado en rosas!”

Delmira Agustini, alias La Nena, nació en Montevideo, el 24 de octubre de 1886, en el seno de un guarecido y enternecedor hogar de inmigrantes italianos llamados Santiago Agustini y María Murtfeld Triaca, donde nunca se esperó semejante producto: una pequeña y regordeta bestezuela de avispados, enormes ojos azules que todo se lo querían comer; una nena glotona, ansiosa de sabores y sensaciones desconocidas.

A los diez años ya componía versos que deslumbraban por la madurez de sus conceptos, al tiempo que estudiaba francés, música y pintura, justo lo que quería estudiar, aún en aquel tiempo los liceos estaban vedados para el sexo femenino. Delmira no supo lo que era una imposición, nunca hizo nada que no quisiera hacer, más bien sus padres se dejaron llevar de su pequeña mano por la senda de la maravilla, el arte y la travesura.

Muy al contrario de la mayoría de las escritoras decimonónicas (¡y latinoamericanas!), Delmira no sólo llegó a ser el máximo orgullo de su padre, sino que éste, rendido a los pies de su talentosísima hija reina, terminó convertido en una especie de secretario, supliendo la desordenada caligrafía de la muchacha por una hermosa letra de molde toda garigoleada, gran vanidad de don Santiago, que poseía esa virtud complementaria al talento de su hia. Fue él quien llevó los primeros versos de su cría a diversas redacciones de diarios y revistas, de tal suerte que a lo dieciséis, ya Delmira era objeto de culto entre lectores entrenados; pequeña diosa resuelta a ser objeto de culto. No faltó quien se escandalizara, por supuesto, pero la reacción casi unánime de los lectores fue postrarse a sus pequeños pies. “La jovencita insomne, que escribe de noche en delicados papeles de Japón”, dice Jorge Bocannera.



Engarzado en la noche larga de tu alma,

diríase una tela de cristal y de calma

tramada por las grandes arañas del desvelo.



Se habla de ella como quien abrió la puerta de la poesía a las mujeres latinoamericanas. También como la más destacada poeta del modernismo. Nunca tuvo que ocultar su identidad como mujer, ni disfrazar lo que como mujer experimentaba y deseaba, lo que en su momento causó un revuelo más emparentado con la ternura que con el escándalo. Adorada por hombres y mujeres, Delmira no deja de ser una jovencita que posa su cabeza en una almohada rebosante de príncipes azules. La pasión que rebosa su poesía pudiera ser indicativo–si consideramos la posibilidad de que ella haya poseído una discreción que solo le permitía desvelar sus pasiones a través de sus poemas- de que vivió una gran pasión clandestina que habríamos de rastrear o imaginar…pero igual es posible que haya esperado en vano, que su imaginación hiciera brotar rosas en su mente y en su cuerpo, y el retraso que se acumulaba en años debió sembrar en su pecho lo que ella misma denominó “divino veneno de la melancolía”. La temperamental muchacha soñaba ser secuestrada por un apuesto bandolero que la poseyera a la fuerza y terminara, como todos, rendido a sus pies. Pero frente a su balcón de virgen escribiente únicamente pasaban carruajes rengos y caballeros gordos que se quitaban el sombrero de copa apenas reconocer su racimo de rizos nimbados por el sol. Sus biógrafos afirman algo que no se advierte en su obra: que llegó a lamentarse amargamente de que su vida careciera de las adversidades propias de las heroínas de las novelas de George Sand; que sus padres nunca se opusieran a nada; que todos la miraran como un ser exquisito al que no merecían tocar; que le bastaba pedir para que todo se le concediera… que todo a su alrededor fueran homenajes y mimos y ni un solo reproche que le permitiera sacar a la guerrera que llevaba por dentro. ¿Cómo es que nadie quedó consumido en fuego azul que arrojaba por los ojos y tan evidente nos resulta en sus retratos?... ¿De esa necesidad de sufrir, padecer y carecer que suele entronizar a los poetas?

Con todo, en 1910, a los veinticuatro años de edad, Delmira publicó su primer libro, Cantos de la mañana, y tres años después publicaría Los cálices vacíos, recibidos ambos con gran entusiasmo por parte de la crítica periodística que no dudó en referirse a ella como “un milagro”. Asimismo colaboró en la prestigiada revista Apolo, al lado de otros grandes escritores entre los que solo citaremos a Leopoldo Lugones, Horacio Quiroga, y el propio Rubén Darío.

Otra gran incógnita en la vida de Delmira, es por qué, entre todos sus pretendientes, eligió a alguien que no estaba para nada interesado en la poesía y, para completar la ironía, se dedicaba a la venta de ganado: Enrique Job Reyes, con quien se casa a los veintidós años, tras despreciar a una legión de pretendientes que conocían sus versos de memoria, y entre los que muy probablemente había alguno de manos blancas y amedrentadoras que ella invoca continuamente. Probablemente ya para entonces, Delmira se sintiera un poco hastiada de buscar sin hallar al hombre perfecto, el que la hiciera arder y padecer… o sencillamente experimentó terror de su propia naturaleza apasionada que podía llevarla a cometer algún arrebato que hiriera a sus padres, y consideró la posibilidad de ser como todas las mujeres, de llevar una vida normal, sin orgasmos ni grandes manos blancas que la sobresaltaran. No toleró, sin embargo, ser ama de casa por mucho tiempo. La naturaleza es implacable y se impone, tarde o temprano, máxime cuando se es una dulce fiera como Delmira.

Dos meses más tarde, la joven se echaba a los brazos de su madre sollozando: ¡No tolero tanta vulgaridad! Delmira obtiene, sin embargo, un divorcio pacífico y sin aspavientos por parte de Reyes, lo que impide que quienes la rodean imaginen siquiera su trágico final. Hay quienes atribuyen la drástica decisión de Delmira de terminar su matrimonio con Enrique –ser divorciada en la época no debió haber sencillo, ni siquiera para la mimada y admirada Delmira. Poco después de consumarse el divorcio, inició una animada correspondencia con el poeta argentino Manuel Ugarte (1875-1951), gran amigo de Darío, al que alguna vez conoció en Montevideo. Para entonces, ya Ugarte estaba casado con la francesa Therese Desmand. Algunos suponen que fue esta relación epistolar la que inspiró a la poeta esos deliciosos poemas donde relaciona a las estatuas con el erotismo. Esto podría aludir al hecho de que, como personas públicas –casado él, divorciada ella- tenían una reputación que cuidar.

Piedad para los sexos sacrosantos

Que acoraza de una

Hoja de viña astral la Castidad;

(…)

Eros: ¿Acaso no sentiste nunca

Piedad de las estatuas?

Quienes la conocieron, aseguran que no es posible describirla con precisión pues dentro de Delmira Agustini convivían dos mujeres: una sumisa y otra transgresora; la que quería ser y la que era. Ofelia Machado, en un estudio de 1944 para el que entrevistó a varios de los amigos de Delmira, señala que todos coinciden en que era un modelo ejemplar de conducta, seria y amable, muy simpática, pero nunca burlona.

No se sabe en qué momento Delmira volvió a encontrarse con su ex marido, ni que la llevó a elegirlo para realizar una loca fantasía, si nos atenemos a lo que todas las pruebas parecen indicar: ningún hombre que se ha divorciado pacíficamente de su esposa –si es que no existe información oculta o demasiado íntima que se haya mantenido a salvo de los biógrafos- la busca años más tarde para conducirla a un cuarto de hotel y matarla. Es muy posible que Reyes nunca dejara de amarla y que, aún sin comprenderla, se propusiera convertirse en el hombre que ella soñaba, con el fin de reconquistarla. El hecho es que Delmira se entregó intensamente al simulacro. Ninguno de los dos tenían compromisos sentimentales concretos, eran absolutamente libres para amarse. Pero Reyes accedió, a petición de la propia Delmira, dicen, a escribir cartas clandestinas, celebrar reuniones secretas y mantener escarceos a través de celestinas que no tenían idea de quiénes eran ellos.

¿Qué ocurrió realmente aquella tarde del 6 de julio de 1914, en aquel cuarto de hotel? Sabido es que Reyes era un hombre harto conservador y devoto del catolicismo. ¿Se hartó de interpretar al amante que nunca sería y, poseído por el espíritu del marido ofuscado, disparó aquel revólver calibre 32 sobre la cabeza de su ex esposa? O, loco de amor por ella, ¿cedió a un pacto suicida propuesto por la propia Delmira? La policía encontró el espejo del tocador manchado de sangre: Delmira cepillaba su larga cabellera leonada al momento de recibir el impacto. Reyes agonizaba con dos balas en el pecho. Sobre el secreter, encontraron los siguientes versos garrapateados en un cuaderno, también salpicados de sangre:

Yo muero extrañamente/ No me mata la vida…

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