Abrazar el infinito

Bicho, de acuerdo, vaya si sé pero es así, Alejandra,
acurrucate aquí, bebé conmigo, mirá, las he llamado, vendrán seguro las intercesoras, el party para vos, la fiesta entera,
Julio Cortázar sobre A.P.

Ella se adelantó varios años a Gabriel García Márquez, a quien suele atribuírsele la célebre frase “Escribo para que me quieran”, la cual surgió de puño y letra de Alejandra Pizarnik, según constan su Diario y cartas. Consta también que su escritura cumplió su función: Alejandra fue una mujer muy querida. Acaso demasiado querida. La niña mimada de la literatura argentina de la década de los sesenta. El problema consistía en que ella sufría una enfermedad espiritual que le impedía percibir ese amor rayano en la adoración que le profesaron muchos, muchos lectores, incluso, ¡cosa rara!, los propios escritores que hicieron de ella ícono de toda una generación. Enfermedad que bien podríamos nombrar “la infancia muerta”, por lo demás, César Aira es uno de los muchos que afirman que era una mujer amable y afectuosa, sin ínfulas de grandeza.
Aunque su obra poética se considera entre las más ricas y perfectas en lengua castellana, su leyenda la ha rebasado; reducida, a decir de Aira, “a una especie de bibelot decorativo en la estantería de la literatura”, posiblemente a instancias de la propia Alejandra que se tomó su tiempo para preparar el escenario de su muerte a manera de broma macabra: junto al cadáver yacían los de sus muñecas, maquilladas y despanzurradas, escena que había anticipado en algunos de sus textos. En la biografía de la poeta, escrita por el propio Aira para la colección “Vidas literarias” de la Editorial Omega (proyecto dirigido por Nuria Amat), él menciona un panorama algo más vulgar en torno a la muerte de la aún muy joven autora, de 36 años, acaecida la madrugada del 25 de septiembre de 1972: “(…) La hija contaba con una sonrisa (la de la madre, Rosa Pizarnik) que al despertarse en el hospital de un lavaje de estómago y un coma de varios días, en la penumbra de la conciencia recuperada a medias, oyó el odioso sonido de una transmisión de futbol a todo volumen y gritó: “¡Apaguen esa radio, la puta que los parió!”. Y una voz desde la cama de al lado, ofendida: “¡Qué grosera! ¡Con lo educada que es la madre!” (….)”
A Alejandra, que en realidad se llamaba “Flora” (nombre con el que evidentemente no se identificaba en lo absoluto, aunque sí con el de la trágica heroína de Sobre héroes y tumbas, de Ernesto Sabato), le gustó rodearse de muñecas como a la Condesa Erzbeth Barthory de bellísimas adolescentes a las que torturaba hasta matar para luego bañarse en su sangre y así mantener lozana su belleza: “Se puede ser una bella condesa y una loba insaciable”, aprendió la poeta. Debido quizá a un posible –y muy discreto, en todo caso-lesbianismo del que mucho se comenta, pero al que ella apenas hace alusión en sus Diarios, más aún, la única persona por quien manifiesta sentimientos románticos es su psicoanalista, León Ostrov, quien la trató de un “asma psíquica”. Al margen del famoso fenómeno de transferencia en el que el paciente establece un vínculo amoroso-dependiente con el analista, cuya obligación es romper dicho vínculo, cosa que Ostrov no hizo, convirtiéndose en uno de los mejores amigos de su paciente a quien admiraba demasiado, aunque si ignora si se transgredió el terreno amistoso.
Los amores que en silencio la incendiaron, la dejaron vulnerable ante el mundo, abierta como una herida, acaso por el hecho de que era incapaz de expresar sus emociones como no fuera por escrito. Quedó amurallada en su palacio de muñecas del mismo modo que la perversa Erzébet Báthory en su castillo. “Suicidarse —escribiría en su Diario, el lunes 18 de marzo de 1963— es poseer aquella máxima lucidez que permite reconocer que lo peor está ocurriendo ahora, aquí.” Ana Becciú, su mejor amiga y compiladora de sus cartas, le escribiría a Antonio Beneyto, el editor barcelonés de Alejandra: “(…) Murió en mis brazos. Estaba muy bella. Como ella quería. La llevamos a su jardín un día de sol, con algo de viento y pájaros, mucho canto.”
¿Quién es Alejandra Pizarnik?: ¿niña abandonada?, ¿loca maravillosa?, ¿genio poético?, diríase, fascinante amalgama de las tres; Artaud femenino sobre quien Jacques Derrida pudo haber dicho exactamente lo mismo que sobre aquel: "la locura poética sea quizá más racional que lo que la metafísica occidental llama Razón". Más cercana, según sus propias palabras, a Katherine Mansfield que a Virginia Woolf; más enfermedad que locura, sus hermosos ojos verdes, atormentados y risueños a un tiempo, como el de otros locos poéticos de sobra conocidos, refleja esa exaltación como toque de gracia divina, aunque se manifestaría de continuo ciega ante su belleza: “Una mujer tiene que ser hermosa. Y yo soy fea. Esto me duele más de lo que yo creo.” Sus diarios reflejan, además, una serie de desórdenes alimenticios, concretamente atracones, bulimia, que por supuesto ella no llamaría con tan horrible nombre. La niña gordita que fue continuaba habitando el cuerpo adulto, famélico y ojeroso. “No confíes en mis fotos —le escribe con coquetería a su editor Beneyto—. Son y no son yo. Hay un misterio que me obliga a revelar a la cámara mis rostros más ocultos.”
Nacida en Buenos Aires, oficialmente un 16 de abril de 1936 (aunque se baraja como fecha probable el 29 de abril de 1939, de hecho la que ella festejaba), en el seno de una familia de judíos rusos cuyo apellido original, Pozharnik, sufrió una mutación en medio de la errancia que culminó en Buenos Aires, donde radicaba una tía paterna de Alejandra, Flora entonces. Originarios de la ciudad polaca, que fuera rusa, Rovne, los padres de Alejandra llevaron una vida casi nómada hasta el nacimiento de su única hija que tuvo lugar en Buenos Aires. El padre se dedicaba a vender joyería fina a domicilio y logró forjarse una buena posición que le permitiría dejarle una herencia bastante razonable a su inestable hija. Estos Pizarnik, junto con otros dos o tres parientes del padre y la madre de Alejandra, sobrevivieron a duras penas al Holocausto, por lo que la niña debió haber crecido entre historias tan tristes como terroríficas.
Las referencias de la poeta a sus padres suelen ser lacónicas, al borde del desdén: “Sería siniestro donar mi vida a dos dioses inútiles: el Padre y la Madre.”, cosa difícil de entender si tomamos en cuenta que los padres de Alejandra fueron especialmente tolerantes y permisivos con ella. Tanto sus Diarios como su prosa poética dejan entrever un abuso sexual sufrido durante la infancia, aunque no revela detalle alguno que esclarezca dicho episodio y Aira ni siquiera lo menciona (aunque al momento de redactar Aira la biografía de Alejandra, no se publicaban aún sus Diarios): “(…) El bosque no es verde sino en el cerebro. La abuela dio a luz a mi madre quien a su vez me dio a tierra, y todo gracias a mi imaginación. Pero allí, en el pequeño teatro, el lobo las devoró. En cuanto al lobo, lo recorté y lo pegué en mi cuaderno escolar.” (“La verdad del bosque”, Prosa completa, Lumen, Palabra en el tiempo, Barcelona, 2002).
Asistió a la Facultad de filosofía y letras de la calle Viamonte que Aira describe plena en cafés y librerías, “(…) sus estudios, nos dice el biógrafo, eran una excusa: no parece haber dado un solo examen”. Más tarde se interesó en la pintura y llegó a tomar clases con Juan Batlle Planas. Sus cartas (fue una maravillosa redactora de cartas, como lo demuestra su enternecedora correspondencia con Antonio Beneyto) fusionan su arte literario con una grandilocuencia casi infantil como dibujante. Entre 1960 y 1964, vivió en París donde estudió historia de la religión y letras francesas, y tradujo a Antonin Artaud, Henri Michaux, Aimé Cesairé, e Yves Bonnefoy. En 1969 recibió una beca Guggenheim, y en 1971 una Fullbright, por las cuales había suspirado, antes de que su padre le heredara un amplio departamento poco iluminado, en la zona céntrica de Buenos Aires –Montevideo número 980, séptimo C- ideal para alguien como ella que vivía de noche y dormía de día, que le permitía invitar a cuantos amigos se le antojara. La única experiencia positiva que recuerda de una estancia en Nueva York, ciudad a la que odió con todo su corazón, que fue posible gracias a sus becas, fue la compra de unas hermosas libretas, “…yo adoro con exceso las bellas impresiones y, más que nada, los buenos papeles(…)” (carta a Antonio Beneyto fechada el 26 de septiembre de 1969).
Lo que parecía ser el preludio a un futuro luminoso –viajes por Europa y Estados Unidos, una vida relajada en el aspecto económico que le permitía consagrarse a su escritura, la cada vez más intensa fascinación que su escritura ejercía sobre lectores de todo el mundo- era en realidad el final: Alejandra perdió el centro, se sintió extraviada en el epicentro de las atenciones, los premios, los ecos de su nombre. Inició su peregrinaje por el pabellón neuropsiquiátrico del Hospital Pirovano, lo que no implicó que abandonara la escritura, que la acompañó fielmente en lo que ella denominaba su trayecto por el infierno. Publicó un total de siete libros entre 1955 y 1971: La tierra más ajena, La última inocencia, Las aventuras perdidas, Árbol de Diana (prologado y alabado por Octavio Paz), Los trabajos y las noches y Extracción de la piedra de locura. Escribiría a Beneyto: “En cuanto a mis suplicios, te ruego soportarlos así, como a mis silencios. No olvides mi sangre rusa (…)”
"Las feministas junguianas— dice Graciela Ravetti— proponen una salida a estas 'crisis': liberar a la niña interior que vive dentro de cada mujer". En sus poemas Alejandra manipula la dicotomía infancia/ vejez que podría ser el equivalente de vida/ muerte: "Recuerdo mi niñez cuando yo era una anciana". Habla de las cosas del mundo como si fueran juguetes o juegos, siempre niña; como si la poesía fuera jugar a las muñecas, no cualquier muñeca porque las suyas sienten, sangran, lloran, mueren... sobre todo: mueren. Como hacen los niños al dibujar, un poco al estilo de T.S Eliot, traza noches demacradas y así, jugando, jugando, ilustra a través de estos símbolos infantiles el desangramiento de la eterna adolescente que la habita. En algunos de sus textos en prosa, la niña enfrenta a la mujer de una forma que recuerda a la típica madrastra de los cuentos de hadas, deseosa de devorar a la hijastra, que no es sino el espejo propio en tiempos inocentes, pero recuerda también a la niña sexualmente devorada por el lobo feroz, a la potencial rival en amores: “De un antiguo parecido mental con caperucita provendría, no lo sé, el hechizo que involuntariamente despierto en las viejas de cara de lobo. Y pienso en una que me quiso violar en un velorio mientras yo miraba las flores en las manos del muerto.” (“Violario”, Prosa completa) La mujer, en la obra de Alejandra, es, las más de las veces, su propio verdugo. Su violadora. La adultez emparentada con la desesperación y el sentimiento de fracaso en la búsqueda de amor es otra constante en su poesía, que rezuma un deseo de permanecer recluida en una almeja o nuez cuyo caparazón fuera refractaria la maldición de las influencias externas, las de ese mundo adulto al que no quería pertenecer. Un 31 de diciembre de 1960 escribiría en su Diario: “Cuando entré en mi cuarto tuve miedo porque la luz ya estaba prendida y mi mano seguía insistiendo hasta que dije: Ya está prendida. Me saqué los pantalones y subí a la silla para mirar cómo soy con el suéter y el slip; vi mi cuerpo adolescente; después bajé y me acerqué nuevamente al espejo: Tengo miedo, dije. Revisé mis rasgos y me aburrí. Tenía hambre y ganas de romper algo. Me dirigí a la mesa y quise escribir un poema pero temí aumentar el desorden de los libros y papeles. Me mordía los labios y no sabía qué hacer con las manos. Me asustaba saberme andando por la piecita desordenada, con la boca devorándose y la memoria petrificada.” Nada de raro hay, pues, en una poesía tan apegada al inconsciente, tan, podemos nombrarla con justicia, surrealista, que su autora se haya declarado abiertamente apolítica. Su único compromiso era con la poesía que de ninguna manera fue mero vehículo para exorcizar sus demonios personales. Siempre supo transformar en arte las pesadillas que exigían ser volcadas sobre el papel. Carlota Caulfeld señala, sin embargo, que Alejandra era muy consciente de su papel como mujer escritora, de la importancia de otras mujeres escritoras por quienes manifestaba franca admiración. Por Olga Orozco en primerísimo lugar.
Alejandra fue también de las primeras poetas en lengua española en experimentar con la escritura automática, que le permitió explotar la metáfora autobiográfica. En cierto modo se convirtió en objeto, que no protagonista, de su propia escritura. Virtualmente convirtió su cuerpo en el lienzo de una escritura decorada de odio por su yo adulto. Como bien dice Aira: “A.P vivió y leyó y escribió en la estela del surrealismo (…) Creo que es injusto reducir a A.P a una o muchas de estas formulas, porque ella las usó sólo para seguir escribiendo, no para clausurar su trabajo (…) En sus modulaciones a menudo patéticas (“la pequeña olvidada”, “la pequeña muerta”) cuando no cursis, cumplen su cometido de subjetivizar la escritura automática, y mantener la máquina en movimiento.”
Sus Diarios (Lumen, Barcelona 2003, edición a cargo de Ana Becciu), arrancan en 1954, contando la poeta la edad de Juana de Arco, su máxima heroína entonces; asidua ya a las terapias siquiátricas ante su imposibilidad de enfrentar al mundo fuera de la armadura de la página en blanco, concluyendo en 1971, un año antes de su muerte. Dos paradójicas obsesiones surcan estas páginas, manifestándose prácticamente día tras día: el deseo de ser amada y el deseo de morir, aunados a un eventual deseo –que no temor- de locura, “Cierro los ojos y sueño la locura”. Ella misma advierte que jamás deseará apasionadamente a hombre alguno. No es “un hombre”, “cualquier hombre” lo que desea a su lado: lo que busca desesperadamente, y jamás encuentra (quizá porque en el fondo se propuso no encontrarlo para preservar el odio) es un amor, con mayúscula. La poeta joven más amada de Argentina y acaso de las letras hispanas de su momento, nunca tuvo una pareja oficial, solo amoríos. No se advierte algún momento en que Alejandra alcanzara el primero de sus objetivos. Se limita a poetizar o reflexionar acerca de furtivos encuentros sexuales con varones —“Un encuentro sexual no compromete a nada. Sólo dos seres sedientos que se unen en el desierto para ir en busca de la calma (…) Profundo asombro. ¿Qué relación hay o puede hacer entre ética y sexualidad? (…) me abrazan, mis amigos no son mis amigos, son sexos, los que me rodean so sexos, todo es sexo, y yo voy abierta y ultrajada, a la espera, y aunque me acueste con todos no es eso lo que mi sexo espera, lo que mi sexo espera es una orgía absoluta de gritos gritados por alguien que grita con todo (…)—“ Lo único que parece saciarla, por lo menos concederle instantes más o menos perdurables de felicidad, es el quehacer literario; la lectura y la escritura; la relectura obsesiva de Nadja, de André Breton, su novela favorita, aunque por momentos los intentos abortados sean fuente de una angustia todavía más agobiante que la imposibilidad del amor: “El poema que no digo,/ el que no merezco,/ Miedo de ser dos/ camino del espejo:/ alguien en mí dormido/ me come y me bebe.” (Poema 14, árbol de Diana)
Experimentaba una gran obsesión por la muerte, no necesariamente porque deseara vivir esta experiencia, sino como tema literario —si bien algunos especialistas insisten en que su constante referencia a la muerte era anuncio de lo que planeaba hacer—; la muerte aparece en su obra como interlocutora de sus personajes, como personaje ella misma: “Lo que quisiera que mi libro dijese es la promiscuidad y la pulverización de la conciencia de una adolescente solitaria, llena de clichés solitarios (…) Me fui de mi casa a los dieciocho años —escribe el 11 de abril de 1962—. Volví. Traté de estudiar, de amar, de escribir. Vida de café y desorden sexual. Culpa e intentos de hacer lo que todos. Aún ahora trato, a veces, de incorporarme —a la digamos— sociedad, mediante un cambio externo…” Su escritura consta de una rigurosa construcción formal y una espléndida condensación metafórica, acercándose por momentos a los “poetas malditos”, maldecida por sí misma; poseída por el infierno de una niña que vivió para callar el momento en que se convirtió en adulta contra su voluntad, amordazada, y trastocar la herida congénita en aullido poético. Puso fin a su existencia con una triunfal sobredosis de Seconal, tras muchos ensayos de muerte, recién publicado uno de sus libros mejor acogidos por la crítica: El infierno musical: “…no me gusta que haya silencio allí donde debe haber lenguaje”

1 comentario:

Claudia Blogger dijo...

Así como amo las letras, siento no haber escuchado de Alejandra antes. Es por demás interesante conocer sobre ella y encontrar cosas en común en circunstancias tan diferentes.
Sin duda podría ampliar este comentario mucho mas, pero el tiempo no me lo permite. Solo me queda agradecer por este blog que me ha permitido aprender mucho y forjar nuevos objetivos de vida.
Y tambien gracias por esta entrada en particular.

Saludos!
Claudia