Chocolate blanco


…¿cuál era la tarea de Dios? Sin duda la misma que la de un escritor cuando su libro es publicado: amar públicamente su texto, recibir elogios, las pullas, la indiferencia….
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Amélie Nothomb vivió la experiencia de ser dios no obstante pertenecer a una convencional familia belga: según una ancestral tradición nipona, todo niño menor de tres años es potencialmente un dios pues solo un ser de inocencia sin mácula puede encerrar en sí perfección y divinidad. Basándose en la premisa de que todo bebé es un dios, así como en axiomas bíblicos, elabora Amélie su autobiografía temprana, Metafísica de los tubos (Anagrama, 2001) como hija del cónsul belga en Japón y hermana menor de dos niños no tan receptivos ya que, como europeos, encuentran su entorno un tanto mágico y un poco absurdo.
Acaso por haber nacido en medio de la misión diplomática de su padre, en Kobe, Japón, el 13 de agosto de 1967, Amélie no comparte la visión de su familia: ella se asume nipona, prefiere hablar japonés antes que francés, se atavía con kimonos y la sola idea de que algún día deberá abandonar el país natal y a su amada niñera, Nishio-san, la perturba hasta el más extravagante llanto. Independientemente de la historia, desarrollada de manera espléndida, la autora centra su interés ético-estético en la utilización de las palabras; esas primeras palabras que todo niño escucha, que desgaja como frutas exóticas y de un modo u otro llegan a cobrar el significado íntimo que lo acompañará toda su vida. Llega a odiar a tal grado el sonido de las palabras “sufrir”, “ropa” y “bañar”, que rompe a llorar cada vez que su malvado hermano las canturrea. “Muerte” es de las que más intriga a la pequeña Amélie y la curiosidad por ella la llevará a vivir una serie de experiencias que habrán de ser capitales en el afianzamiento de su futura vocación literaria: “La muerte, había analizado aquella cuestión con detalle: la muerte era el techo. Cuando uno conoce el techo mejor que a sí mismo, a eso se le llama muerte (…)”
Baste este botón de la prosa de Amélie para advertir que Metafísica de los tubos es mucho, pero mucho más que la encantadora historia de una nenita belga que se cree japonesa y tiene una niñera buena, de humilde origen, y otra muy mala, Kishio-san, perteneciente a la antigua nobleza nipona abolida por los norteamericanos en 1945, la cual desprecia profundamente a los blancos. Y Amélie es tan, pero tan blanca, que los niños del kindergarden se ponen de acuerdo para desnudarla y comprobar que toda ella posee esa increíble textura lechosa de su angelical rostro de enormes ojos azules. Amélie narra desde la particularísima filosofía de una niñita que todos tienen por autista durante sus primeros dos años de vida —de ahí que se la nombre el Tubo— y a quien la abuela paterna rescata del ostracismo con una oblea de chocolate blanco que despierta su curiosidad, primero, y el hambre después: “El placer aprovechó las circunstancias para dar nombre a su instrumento: lo llamó Yo, y es un nombre que todavía conservo”.

La pequeña Amélie vive con fervor la historia de Jesucristo, a la que habrá de referir casi obsesivamente en futuras novelas. Ha escuchado decir a Nishio-san que ella es Dios y por lo mismo no vacila en compararse con aquel, el crucificado, como cuando está a punto de ahogarse en el mar y horrorizada advierte que ninguno de los vacacionistas playeros está dispuesto a salvarla, pues hacerlo equivaldría a convertirla en esclava de su salvador. Al final es providencialmente rescatada por su madre y la niña asocia la experiencia con la de Jesucristo languideciendo en la cruz a la vista expectante de los morbosos: “Sin duda los habitantes del país del crucificado tenían los mismos principios que los japoneses: salvar la vida de un ser equivalía a convertirlo en un esclavo a causa de una exagerada gratitud. Valía más dejarlo morir que privarlo de su libertad.” Estas obsesiones permearán, de un modo u otro y sin repetirse jamás en sus planteamientos el resto de su obra compuesta por novelas tan breves como shockeadoras, muy especialmente Ácido sulfúrico, algo así como la versión mass-media de la crucifixión del mártir, en vivo y en directo.

Ganadora del Gran Prix de la Academia Francesa con Metafísica de los tubos, Amélie Nothomb insiste en hablar japonés a pesar de ser una de las más exitosas escritoras en lengua francesa. Bélgica, ha dicho, le es mucho más ajena y exótica que Japón, China, la India, Laos y Vietnam, países donde transcurrió su infancia y adolescencia: “Sin duda ésa es la razón por la que allí empecé a escribir. No comprender algo es un fermento fenomenal para la escritura.” Escritora casi por casualidad, elaboró su primera novela, Higiene del asesino, que habría de publicar en 1992, a los veinticinco años de edad, mientras reflexionaba sobre la conveniencia de aceptar la propuesta matrimonial de un japonés encantador, experiencia narrada en Ni de Eva ni de Adán, que aunque publicada a quince años de distancia de su novela debut, es una especie de secuela de aquella. Pese a su infinito amor por la cultura que formó sus años decisivos; pese a experimentar más que simplemente conocer al casi imposible Monte Fuji y reconfirmar su amor por aquel país, sin contar el saberse objeto de la adoración de un novio maravilloso, dispuesto a cubrirla de rosas, descubrirá, no sin asombro, que hay algo que valora por encima de la belleza: su libertad. Y eso es lo único que no puede obtener ni del país que idolatra ni del hombre que ama, y que le exigen más de lo que ella se siente capaz de otorgar, “ser belga –ha dicho en entrevista con Jesús Ruiz Mantilla–es no tener una identidad definida, no pertenecer a ningún sitio. Al menos con este libro, descubrí que, después de todo, no soy japonesa”.
Otro tema recurrente en la narrativa de Amélie: la libertad como parte inherente de la identidad, y el amor como su opuesto, como tiranía; como impedimento para descubrir quién eres en realidad, llevada esta idea al extremo en una de sus pocas novelas no autobiográficas, acaso la más inquietante por la brutalidad sin concesiones con que refleja la sociedad actual: Ácido sulfúrico, escalofriante parodia de los reality shows que por ahora saturan la programación televisiva en el mundo entero, tornándose cada vez más ajenos al más elemental respeto entre seres humanos, explotando más bien su lado animal e irracional.

Hasta antes de su sonado éxito como escritora —los lectores internautas la designaron la escritora menor de cuarenta años más popular del mundo en el 2000— trabajaba como intérprete en Tokio, delirante experiencia de oficina que le inspiró la novela Estupor y temblores, aunque actualmente radica en Bruselas. Sus novelas, al menos las anteriores a la perversa Ácido sulfúrico, se caracterizan por parecer inocentes y ser En el fondo astutamente perversas. Su lema parece ser, como diría Textor Texel, personaje de su novela publicada en el 2003, Cosmética del enemigo, “A mí, lo que me gusta en la vida son las molestias autorizadas. Como las víctimas no tienen derecho a defenderse, resultan todavía más divertidas.” En Antichrista (Anagrama, 2005) da un paso más allá. Narrada por Blanche, una jovencita que encarna los temores, las inseguridades y los complejos de la adolescente promedio -en la novela posterior a esta, Biografía del hambre, comparará el proceso de crecer con la transformación del Gregor Samsa de Kakfa- y que en su desesperada búsqueda de afecto y aceptación termina albergando a su peor pesadilla en casa: otra muchacha de nombre Christa, encarnación del mal. Pero… ¿Cuál es la peor pesadilla de la mayoría de los niños y niñas?: que otro niño, acaso un hermano nuevo e inesperado, les robe sus padres, su cuarto, su cama, su vida. Christa parece destinada a ser la mejor amiga de la solitaria y apocada Blanche, quien, como casi todos sus compañeros anhela ser tomada en cuenta por la chica más popular de la universidad, es decir, Christa, desparpajada joven de nacionalidad alemana y notable belleza, número uno en la clase de Filosofía (aunque nunca se le ve leer a Nietzsche… ni a ningún otro) que, para acentuar la irresistible fascinación hacia su personalidad, asegura provenir de un “medio desfavorecido”. Blanche, que lo único que tiene a su favor, en relación con Christa, es un hogar bien constituido y una habitación propia, le ofrece a la disidente compartir su pequeño mundo. Y Christa no tardará en sacar las uñas y adueñarse paulatinamente de la vida de Blanche. Lo único que no consigue arrebatarle —y es aquí donde descubrimos que Blanche, tan subestimada, posee una inteligencia arrolladora— es a ella misma. “Si unos ojos auténticos se hubieran posado en mí, habrían visto una pila atómica, un arco tensado al máximo, pidiendo sólo una flecha o un blanco, y proclamando a gritos su deseo de recibir ambos tesoros”.
Blanche se diferencia de Jerome Angust, protagonista de la ingeniosísima Cosmética del enemigo en que descubre a tiempo que nadie que no sea ella misma, puede ser su peor enemigo: “El enemigo es aquel que, desde el interior, destruye lo que merece la pena”, advierte a Angust Textor Textel, el enloquecido ser que lo aborda en un atestado aeropuerto donde ha quedado varado, para confesarse asesino y violador de su esposa. En Antichrista, Amélie vuelve a recurrir a las parábolas bíblicas y equipara a su heroína con Jesucristo al confrontarla en un duelo de intelectos (llevado a extremos delirantes en Cosmética, que sería un espléndido diálogo teatral) con el ángel del mal. La venganza de la chica buena, parece decirnos Amélie Nothomb con sus grandes y redondos ojos de niña eterna mientras saborea una tableta de chocolate blanco, puede hacer temblar al universo. La descripción del conflicto entre Pannonique, la heroína de Ácido sulfúrico, y su antagonista, la kapo Zdena, podría ser exactamente la misma… y sin embargo es tan distinta, porque la chica tan buena como hermosa, Pannonique, reclutada contra su voluntad para participar de un programa televisivo que pretende recrear los campos de exterminio nazis, con víctimas cogidas en la calle, al azar –es decir, sin audición, sin casting- es reiteradamente comparada con Jesucristo por su actitud estoica ante la kapo Zdena, una de las malvadas vigilantes del campo que en realidad es una chica tan joven y vulnerable como la propia Pannonique, aunque inesperadamente rescatada de la insignificancia y dotada por los productores de un show televisivo de poderío insospechado. Pero Pannonique, la “víctima”, puede llegar a superar en maquiavelismo a su verdugo, y no por ser más malvada en el fondo, sino precisamente por asumir su bondad natural desprovista de clichés de la “chica buena”, mientras que la pobre Zdena –no se puede evitar compadecerla-es un cliché de maldad caminante, pavoneándose en su papel de mala de la película. Pannonique odia el papel de cordero sacrificial tanto como Amélie Nothomb admira al Japón por ser tan reacio a visualizarse como país mártir. El lema practicado por Pannonique, pronunciado por un héroe argelino cuyo nombre ni siquiera recuerda (nada extraño en un mundo donde los prisioneros casuales han sido despojados hasta del propio nombre): “Si hablas, morirás; si no hablas, morirás. Así que habla y muere.” Esta novela plantea un dilema apasionante cuya resolución recae en el lector: un programa de televisión donde cada semana se ejecuta –ejecutado de verdad- a un prisionero al azar, primero, para posteriormente ceder la decisión al público, es ejecutado, alcanza los niveles más altos de audiencia de que se tengan memoria, borrando del mapa, incluso, los de la llegada del hombre a la luna: ¿quién es el culpable de que esto suceda? ¿El gobierno que lo permite? ¿Los productores que sacrifican seres humanos en aras de enriquecerse a manos llenas? ¿Los individuos que se prestan a interpretar a los kapos?... ¿O los telespectadores que, indignados y todo, no pueden dejar de ver semejante abominación, y siguen el periplo de la bellísima y dulce Pannonique –que sin proponérselo se ha robado el “show”-como si de un teledrama se tratara, accediendo incluso a hacer de ella, volvemos a lo mismo, una especie de Jesucristo?

En Biografía del hambre (Anagrama, 2006), Amélie revela su experiencia con la anorexia, pero antes realiza una apología de la glotonería que confrontará de pronto con las hambrunas que contempla en China y en la India como algo no tan ajeno pero que le hará descubrir lo que de digno hay en aparentar que el hambre no existe. La mezcla de estas vivencias con su ansia de belleza (no sólo poseerla sino absorberla a través de los ojos hasta hartarse y digerirla tan placenteramente como a una tableta de chocolate blanco, que es la experiencia que vive a través de la contemplación de una bellísima niñera de nombre Inge, quien hace voltear al mundo a su paso por las atestadas calles de Nueva York y le enseña el significado de otra palabra terrible: “no”), desencadenará un proceso de anorexia que la llevará a pesar treinta y dos kilos con un metro setenta de estatura. Lo mejor de todo esto es que mientras Amélie narra las triquiñuelas de las que se vale para desviar la atención de sus padres de su peso, como montarse a la báscula del doctor con unos lingotes de metal debajo del suéter, destaca el lado ridículo, aunque también hermoso, que lo hubo en su caso, de este padecimiento: “El cerebro está constituido esencialmente por grasa. Los más nobles pensamientos humanos nacen en la grasa. Para no perder la cabeza, volví a traducir, con fiebre, la Ilíada y la Odisea. A Homero le debo las pocas neuronas que me quedan.” (p. 186).
Una vez superada la anorexia, Amélie sigue viendo la ya lejana experiencia como un reto, como tema, no como enfermedad. Nada en el tono de su narrativa, ni siquiera cuando describe cómo estuvo a punto de ser violada en la playa por unos jóvenes indios a los doce años, trasluce nada que no sea un profundo, satisfecho e inteligentísimo sentido del humor, comparable apenas con el de un niño refinadamente adulto. Siempre he dicho que Amélie Nothomb es una versión risueña de Marguerite Duras, quien no obstante su enorme genio jamás fue capaz de reírse de sus propias tragedias: “El destino, famoso por su sentido del humor, quiso que naciera belga. Ser originaria del país llano cuando uno pertenece al linaje zaratustriano constituye una broma que te condena a convertirte en agente doble.” (Ni de Eva ni de Adán, p. 86). Esta prolífica autora que nunca soñó con ser escritora hasta que experimentó la imperiosa necesidad de desfogarse en medio de una situación límite producida por las presiones del trabajo y una confusión sentimental, ha acumulado a la fecha más de sesenta títulos y ganado cierta fama de “escritora gótica” por la costumbre, que algunos encuentran excéntrica, de levantarse a escribir de un tirón a las cuatro de la mañana, para concluir a las ocho en punto, tarea que realiza, hay que señalar, con pluma y libreta y ocasionalmente sobre su lápida favorita de un cementerio próximo a su casa -¿qué lugar garantiza mayor tranquilidad?- que no tiene ningún significado oculto salvo especialmente cómodo; una pequeña vampiresa, según la describe Jesús Ruiz Mantilla de El país, de espesa cabellera negra, que tras beberse de golpe un litro de té chupa tinta antes que salga el sol. Respecto a esa veta autobiográfica, tan celebrada, Amélie decepciona a los morbosos afirmando que ella cree en los límites, y nunca los traspasa, es decir, no es tan abierta al hablar de su intimidad como es típico en autores y autoras en lengua francesa.
El papel, señala, es el único espejo en el que uno nunca se encuentra horrible.

NOTA: Todas las novelas de Amélie Nothomb están traducidas al español por Sergi Pàmies y publicadas en Anagrama, a excepción de la primera, Higiene del asesino, publicada en Circe.

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