Redención poética

Quienquiera que lea los antiguos textos críticos de Fabienne Bradu, publicados en Vuelta y en Letras libres, imaginará que tras ésa pluma que no flaquea se parapeta una mujer que no se toca el corazón a menudo. Farabeuf femenino, me la imaginaba, afilando su escarpelo con la gozosa anticipación del cirujano que pretende seccionar una carne blanda, tibia aún, hasta trocar la sordidez de los órganos vitales. Ha sido capaz de cerciorarse si Arthur Golden decía la verdad sobre las geishas; apersonarse en el famoso barrio de Gion, en Kyoto, y mirar, tocar, oler y escuchar a una verdadera geisha antes de escribir convencida que Memorias de una geisha es un refrito de Los miserables, cuya heroína solo es diferenciable de la Cosette de Víctor Hugo por el kimono y los ojos rasgados. “Soy muy criticona. Por eso mis relaciones personales no son muy buenas. Lo reconozco...”, confiesa a Verónica Ortiz con insólita franqueza. Tras dieciocho años de ejercer sistemáticamente su crítica puntillosa pero sustentada con brillantes conjeturas, nada menos que en la revista Vuelta, de Octavio Paz, de quien aprendió a armarse hasta los dientes a la hora de argumentar y contra argumentar, la cada vez menos quisquillosa –y más sensible- Fabienne Bradu, hace un receso a la muerte de su mentor para dar a conocer su cara amable: la de narradora, misma que ya se había perfilado en su apasionante libro de biografías de mujeres, Damas de corazón. Tan radical ha sido la transición de la crítica de acero a la novelista sensible, que no creo exagerar cuando aseguro haber asistido a una auténtica conversión que ha afectado incluso sus ensayos más recientes, como los reunidos en La voz del espejo (Pértiga, México, 2008) donde, sin opacar del todo el brillo de la espada, se permite dejarse llevar por la admiración y el afecto que le inspiran sus sujetos de estudio, muy particularmente el poeta chileno Gonzalo Rojas, de cuya biografía se ocupa actualmente con un fervor equiparable, me dice ella, medio en broma, medio en serio, al de Paule Thévenin, la fanática editora de la obra completa de Artaud, tema del que Fabienne se ha ocupado también en su libro Artaud, todavía (FCE, México, 2008), donde, además de su estudio sobre el citado poeta cuyos retratos –de cuando era un joven hermoso de mordientes ojos verdes- pueblan su cubículo de académica en el Instituto de Investigaciones Filológicas de la UNAM, incluye la correspondencia casi angustiante entre Thévenin, sacerdotisa de Artaud, y Luis Cardoza y Aragón, quien la acompañó en la aventura de la edición de aquel. Fabienne, la sensata, afirma simpatizar con el fanatismo de la Thévenin porque es el mismo que la corroe ahora que reúne todo lo concerniente a la vida del autor de estos versos en los que sin duda se ve reflejada: “ser uno y otro/ como el mar, vivir el Enigma.”La propia Fabienne confirma mis sospechas de una conversión cuasi mística cuando en la página 33 de su segunda novela El esmalte del mundo, compara a la academia con la carcajada del oficial de Praga, de un relato de Heinrich Zimmer, quien se burla de un judío que le narra un sueño que resulta ser profético: “Es (el oficial) la academia muerta de miedo, al acecho, burlándose del profesor que se toma sus pasiones demasiado al pie de la letra.”
Hija de un anticuario y de una peluquera, Fabienne Sylvia Bradu Cornier nació al principiar septiembre de 1954, en Athis Mons, ciudad próxima al aeropuerto de Orly, a las afueras de París, la cual, cuenta a la también escritora Verónica Ortiz, fue bombardeada por los norteamericanos durante la Segunda Guerra Mundial para impedir la escapatoria de los alemanes, con tan mal tino que una de las bombas fulminó la casa de la familia de Fabienne, provocando la muerte de su abuela y de su tía. A consecuencia de ello se crió con sus abuelos maternos, a orillas del río Loire. De las ocho autoras que Verónica Ortiz entrevista en su libro Mujeres de palabra (Joaquín Mortiz, 2005), Fabienne es la única que se rehúsa a proporcionar una fotografía de infancia, y prefiere autorretratarse verbalmente: “Era una niña muy gorda, una especie de bodoque que depositaban en un lugar y no se movía. Todo me llegó con retraso: el pelo, los dientes, las palabras.” Increíble pero cierto, tratándose de esta atractivísima mujer de ojos de un azul violáceo y figura más que espigada, que considera que su afición por la danza —“Hubiera querido ser bailarina y no escritora” — le ha quitado “un poco” de la torpeza que la caracterizaba, lo cual no puede sino hacernos ver el nivel de perfeccionismo que es capaz de alcanzar tanto en su persona como en su escritura.Graduada del mismo liceo donde estudiaron Baudelaire y André Breton, el Fénelon, donde “En el primer año dos chicas se ahorcaron porque no podían sostener el ritmo y no aguantaban la presión”, llega a México en 1978, luego de trabajar un verano en la oficina de Petróleos Mexicanos de París. Se desempeña como traductora intérprete en el Centro de Estudios del Tercer Mundo antes de obtener una plaza como investigadora auxiliar en la Universidad Nacional Autónoma de México. Al mismo tiempo empieza a colaborar en Vuelta, siendo durante muchos años la única fémina en la mesa de redacción, que por fortuna no era dirigida por Vasconcelos –otro personaje que ha estudiado en forma apasionada- y que, según testimonio de Consuelo Sunsín en Damas de corazón, no le daba empleo a mujeres bonitas, lo cual no significa que la joven francesa no haya tenido que lidiar con estereotipos: “Creo que a la segunda o tercera reseña que había publicado, Octavio Paz, que era muy curioso de la gente, de los jóvenes, me mandó llamar a su casa para conocerme. Fui a su estudio, se mostró muy amable. Yo era un poco tímida, pero empezamos a discutir ese día. Él se reía. Yo creo que le caía bien la gente que le discutía. Yo me asusté un poco.”
Tras publicar una serie de libros, hoy clásicos de la crítica literaria en México —Señas particulares: escritora (FCE, 1987), Ecos de Páramo (FCE, 1989), Bretón en México (Vuelta, 1996), Otras sílabas sobre Gonzalo Rojas (FCE, 2002) y Los puentes de la traducción, Octavio Paz y la poesía francesa (UNAM, Universidad Veracruzana, 2004) —, así como rigurosas biografías, no exentas de bella prosa, como Antonieta (FCE, 1991) y la ya citada Damas del corazón (FCE, 1995) donde se exponen las experiencias de mujeres adelantadísimas a su tiempo que se desarrollaron en terrenos de dominio masculino, Fabienne embosca a sus lectores con un texto que subtitula “Diario de Chile”, Las vergüenzas vitalicias (Vid, Colección Afrodita, 1999), que podría pasar por novela aunque su estructura sea inequívocamente la de un diario. Los dos libros que le siguen, presentados, estos sí, como “novelas”, obedecen, sin embargo, al mismo modelo de escritura libre, más próxima a la crónica que no exige un nudo ni un desenlace, solo el desarrollo vital de una anécdota atractiva. Junto con Las vergüenzas...., El amante Japonés (Planeta, 2002) y El esmalte del mundo (Joaquín Mortiz, 2006), podrían conformar una trilogía. Los tres libros se caracterizan por representar el turismo sentimental y literario de una intelectual que expone sus impresiones como amante, viajera y lectora en una cultura extranjera, aunque posiblemente en ninguno se desnuda con tanta franqueza como en Las vergüenzas vitalicias, quizá porque fue Chile el primer país latinoamericano donde vivió antes de anclar en México, en medio de uno de los puntos álgidos de su historia —milagrosamente, como Roberto Bolaño, salió dos días antes del golpe de estado de Pinochet—; además, confiesa con desmesura más propia del pudor que del desparpajo, de regalarle su primer amor: “Sí, mi primer amor fue un chileno, Julio Salas Schumann, para más señas. Alto, moreno, con un pelo ensortijado y brillante, unos ojos saltones y almendrados, un bigote ralo y unos labios carnosos sobre los que imprimí el hambre de los primeros besos. Julio apareció en mi vida una noche del invierno parisino de 1972, en una peña sudamericana del Barrio Latino (...) Julio formaba parte de las juventudes comunistas y mi pasado maoísta en la época del liceo, siempre acarreaba discusiones políticas entre nosotros.” (p.p 29 y 75).
Fabienne regresa a Chile en 1998, expresamente para participar de un homenaje a uno de sus más profundos afectos personales y literarios, el poeta Gonzalo Rojas, y en medio de esta vertiginosa aventura que incluye una decepcionante visita a la casa de Pablo Neruda, convertida en lo que ella más detesta, “un santuario al sentimentalismo barato”, cede al nostálgico impulso de buscar a Julio, su Julio. Entre sus más notables hallazgos, la turista dará cuenta de un templo consagrado a la memoria de los niños abortados que la indigna por dos razones: por situarse en un suelo donde llegaron a perpetrarse crímenes atroces contra “cuerpos ya nacidos y bien nacidos” y porque le recuerda el triste desenlace de una aventura amorosa. “(...) es mi propia vida la que intento reconstruir y se me escapa como la de cualquier extraño. Se desliza entre mis dedos como arena, polvo, siquiera diamantina: mejor dicho, no alcanzo a cerrar la mano para recoger un puñado de recuerdos, no logro apretar el puño para apresar el pasado.”En El amante japonés, la acción se desplaza con rumor de seda, aún en las escenas más eróticas que deslumbran más por la selección precisa de las palabras que por la crudeza misma de su descripción. ¿Seguiría Fabienne la conseja de su entrañable Gonzalo Rojas, "Y cuando escribas no mires lo que escribas/ piensa en el sol..."? Se le cuestionó algo acerca del "erotismo incompleto" de su novela, un absurdo donde los hay: los occidentales, particularmente los latinoamericanos, tenemos una idea bizarra de la sexualidad; creemos que sexo y erotismo son parte de lo mismo cuando no lo mismo. Si no se lleva a cabo la copula, pensamos, no hay "erotismo", pero, por lo que a esta novela respecta, donde la sexualidad se nos presenta indivisible del espíritu, que sería un poco lo que definiría el concepto de “erotismo”; lo mismo en Las vergüenzas, y más notoriamente en El esmalte del mundo, es lo más exquisitamente erótico que se ha escrito en nuestro idioma: la narradora, de paso por Japón, conoce a un perfeccionista director de cine —el perfeccionismo, parece decirnos la autora, es condición sine qua non de los japoneses, cosa con la que seguro se identifica—; que come compulsivamente y conserva empero una espléndida condición física, “La primera vez que lo vi, me pareció el hombre más feo que había conocido en mi vida”, es la frase introductoria de la novela que, de alguna manera, nos prepara para el devenir del sapo en príncipe, aunque en este caso el encantamiento tiene efecto a través del intercambio intelectual y la evolución mística de ese intercambio ideológico. Fabienne nos habla de la masculinidad como algo inexpugnable y el que el personaje sea japonés pudiera interpretarse como una metáfora de la imposibilidad de entendimiento entre hombres y mujeres, más allá de la nacionalidad y de la piel. La enigmática, equívoca sexualidad de Haromi, el amante japonés, trasciende la relación con su madre, por momentos aberrante, que se describe con la sutileza descarnada con que describe, por ejemplo, una felación. La autora prefiere recrear la pulsión perversa del placer negado que del postergado. A algunos lectores les traerá a la mente La casa de las bellas durmientes, de Yasunari Kawata, Nóbel de Literatura en 1968, donde el erotismo alcanza su cenit en el acurrucamiento de ancianos ávidos pero impotentes contra vírgenes profundamente dormidas.
La narración de Fabienne nos sumerge, desde el lenguaje mismo, en el exotismo japonés, llevado a su extremo en la deliciosa charla que mantiene la narradora con una geisha. Al respecto de aquella primera experiencia novelística, comentaría Fabienne: “Recuerdo una conversación con Álvaro Mutis, cuando hablaba de Maqroll en términos de “Maqroll me pidió esto o lo otro”. Esta es una cosa que desde la crítica se llama justicia poética, pero siempre me pareció una pose. Ahora sé que es verdad. Es verdad.”Kandarpa, el espiritual amante indio de El esmalte del mundo, es, como Julio, el primer amor de Fabienne, un barman, aunque, a diferencia de Julio, me confía la autora, se trata de un personaje ficticio: “La anécdota de arranque de la novela es verídica: durante mi segundo viaje a la India, un indio se me acercó para decirme que me había conocido en otra vida, pero después de eso nunca lo volví a ver.” La narradora ha ido a aquel insólito país, impregnado de feminidad y secretos; de dolor y de secretos, a repetir la conferencia ofrecida alguna vez por Octavio Paz en la Universidad de Benares. Apenas verla, Kandarpa afirma –no duda- haberla conocido en una vida anterior, y mientras la mujer europea, “de razón”, intenta discernir si se trata de un recurso para embaucarla en una aventura o de la pura realidad, nos inducirá a un recorrido por los maravillosos libros indios de Zimmer, Calasso, Eliade, Campbell y el propio Paz, donde de algún modo logrará conciliar su esquematizada ideología occidental con lo que de entrada juzga supersticiones por parte de su amante indio: “Solemos orientar la nostalgia hacia el pasado, cuando algo que tuvimos nos hace falta en el presente, y porque lo conocimos, somos capaces de advertir y de sufrir su ausencia. Pero también existe otro tipo de nostalgia, que se confunde con el presentimiento de algo desconocido por venir y su ausencia, o mejor dicho, su demora, puede dolernos tanto como una privación.” La trilogía de Fabienne Bradu se caracteriza por la naturalidad y llaneza con que se aborda la sexualidad femenina, sin mediar temores que silencian o paralizan a tantas escritoras, temerosas de que críticos sagaces las amonesten por abrir demasiado las piernas, quítese la mano de allí, niña cochina; pero además, expone a sus protagonistas a ser doblemente trasgresoras al poner en práctica esta sexualidad con varones de culturas ajenas a la propia, con lo que el ejercicio de la sexualidad forma parte del aprendizaje de una cultura.
Pero Fabienne, que por lo general no atiende a los “deberías”, muestra contrariedad cuando se le pretende endilgar el sambenito de “literatura femenina”: “Me indigna el adjetivo -me confía-. Me he negado a participar en mesas redondas de “literatura femenina”. He sido feminista, he luchado por los derechos de la mujer, nunca se me ocurriría renegar de esta parte, pero si también en el campo de la literatura hemos luchado para que la escritora sea reproducida no es para que nos encasillen en categorías aparte, sino para que nos reconozcan de igual a igual. Cuando organizan mesas especiales de literatura femenina es como si nos arrumbaran al cuarto del fondo. No creo que haya discriminación en eso, porque creo que hay buenas intenciones atrás de eso, pero son buenas intenciones que van a terminar separándonos otra vez...”
Pese a haber escrito magníficos libros sobre el universo femenino, aunque ¿casualmente? el más crítico de todos es el dedicado a las escritoras mexicanas, Señas particulares, Fabienne se identifica más con autores varones, por una razón más de estética –o sentimental- que de solidaridad de género. Recientemente resultó finalista del Premio Herralde de Ensayo con un libro que todavía no encuentra editor y donde analiza a cinco autores contemporáneos que le son entrañables: Roberto Bolaño, Mario Bellatin, Alan Pauls, Juan Villoro y José Manuel Prieto.

Fabienne Bradu recibiendo la condecoración del Águila Azteca de manos de Lourdes Aranda, Subsecretaria de Relaciones Exteriores, por su labor de difusión de la cultura mexicana

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