Renovación

1991. La joven pero experimentada dramaturga, directora y crítica teatral –“hija de tigre…”-, criada entre tertulias literarias, humo de cigarros, vapores de café, el aroma del coñac y el tecleo incesante de una máquina –acude, supongo que llena de expectativas, a una puesta teatral que involucra exclusivamente a actrices. El resultado, sin embargo, no puede ser más decepcionante para la chica de larga cabellera a quien llamaremos “Estela”: nada propositivo ni innovador ve en aquella obra sino más y más de lo mismo: mujeres reproduciendo clichés de feminidad, caricaturas de sí mismas. Va entonces a entrevistar al director, una especie de Diego Rivera de los escenarios que también afirmaba almorzar niñas. Estela, sin embargo, no es una niña y lo cuestiona con soltura y sin molestarse en ser dulce, a lo que el señor responde:

-Casi todas (las actrices de la obra) son alumnas mías y me entienden a madres –responde el director-. Son leonas que saben como se mueven cuando llega el que trae el látigo y no tienen preguntas (…) Estas mujeres están acomodándose, cocinando, cada quien está haciendo su plato.

Pero Estela, habituada a tomar la sartén por el mango… o la batuta… sí tiene mucho que preguntar y arroja el siguiente dardo sin que le tiemble el pulso: ¿Cómo se revela la inteligencia de estas mujeres?
(Puedo verla enarcar una de sus pobladas cejas, muy atenta a la respuesta):

-En el parloteo natural de unas divinas gallinas que están hablando de la nada porque saben todo (…) Aquí está el cacareo de la mujer que es un canto aunque esté hablando de la taza o de que hay que hacer té o de lo que sea. De eso habla la mujer, ¿no?

Estela, de apellido Leñero, no responde porque aquí la que hace las preguntas es ella. Pero definitivamente no habla de “eso”, a menos que se trate de un detalle crucial de la obra que escribe o dirige –entonces todavía dirigía -. Supongo que habrá mirado al director de reojo, con ese gesto entre escéptico y analítico propio de los científicos. Como antropóloga y estudiosa de la conducta humana, difícilmente se indignará ante los desplantes machistas, más histriónicos que sinceros, del director teatral que, por cierto, se llamaba Juan José Gurrola (1935-2007). Graduada en 1984 como antropóloga social en la UNAM, con una tesis sobre la explotación de las mujeres de la maquila, pocas cosas pueden sacar de sus casillas a esta mujer que sin transición pasó de la antropología al teatro, como si lo uno llevase a lo otro. Su tesis de licenciatura la llevaría directamente a escribir una de sus primeras obras teatrales, Las máquinas de coser (Mención honorífica Premio Rodolfo Usigli, UNAM, 1989), que gracias a una audaz y atinada puesta de Luis de Tavira, pasaría a convertirse en la obra emblemática de las costureras clandestinas que perecieron durante el terremoto del 19 de septiembre de 1985, con un éxito clamoroso que terminó por ubicar a su joven autora en los cuernos de la luna. Cuando en su entrevista con Gurrola, recogida en el volumen Voces de teatro en México a fin de milenio, Estela cede la voz a este sin más cuestionamiento que sus propias preguntas, claras y directas, exhibe la vigencia de sus propias obsesiones temáticas; explica sin palabras su necesidad de re plantear el discurso de la mujer actual, en un medio teatral que, como se ha visto, lo minimiza y soslaya, cuando no lo caricaturiza. Estela Leñero Franco ha ido mucho más lejos de la mera denuncia: ha reformado todo un esquema de representación de la mujer mexicana sobre los escenarios.
Nacida el 8 de noviembre de 1960 en la ciudad de México, Estela creció rodeada de libros y de historias, entregada desde niña a proyectos mágicos que mucho tenían de transformadores y subversivos. Hija de su escritor favorito –admira también a Pinter, a Beckett, a González Dávila, a Sergi Belbel-, cualquiera supondría que se ha forjado a pulso, inspirada en heroínas de la vida real que lograron que el telón se alzara también para las mujeres, de ahí su necesidad de ubicarse dentro de una genealogía que la acompañe y represente: “(…) las mujeres que escribimos teatro en México no podemos olvidar nuestra realidad y el dar voz a las que no la tienen (…) El escenario se convierte entonces en un espacio de libertad y esperanza, de realidad y sueño, de experimentación y avance.” (Voces del teatro en México a fin de milenio, Col. Periodismo Cultural, CONACULTA, México, 2004, p.p 355 y 356).
Estela analiza, a través de una exhaustiva investigación que la remontó a las pioneras del teatro en México, aquellas consideradas “damas galantes” que los políticos y militares consideraban botines de una guerra de egos, a quienes, no obstante, se les debe la apertura de los escenarios al talento femenino. El de actriz fue el primer oficio al que tuvieron acceso. Las dramaturgas se caracterizan, desde sus inicios -¡desde Sor Juana!-por preparar el terreno para hacerlo accesible a una visión femenina que exige un reacomodo no solo de utilería, sino de conceptos y jerarquías:

…Cada una de nosotras somos varias mujeres y si en un tiempo quisimos usar un lenguaje minimalista, años después nos obsesionamos experimentando con los juegos de tiempo en el teatro. Si en el inicio fue el teatro del absurdo, ahora Sabina Berman dice que empezó escribiendo con pluma de hombre, pero que ahora puede reconocer una escritura femenina (…) (Ibid, p. 361).

Mujer de teatro, íntegra, familiarizada con cada una de las disciplinas que lo vuelven posible y, no es raro, entren en pugna con el aspecto literario, Estela ha incursionado asimismo en la dirección de escena, tras fungir como asistente de Luis de Tavira y terminó dirigiendo algunas obras propias como Insomnia, en 1993 –que como teatro de acotación exigía el involucramiento de la autora- y Paisaje interior, así como obras de otras dramaturgas mexicanas que, además se ocupó en analizar a fondo, como Leonor Azcárate, Alicia Sánchez y Marcela Alvarado. Asimismo incursionó en la actuación, en calidad, según sus propias palabras, de “bulto emergente” Pero en todo momento Estela ha sido una estudiosa apasionada de todos los aspectos del quehacer teatral, el cual domina no solo desde la práctica, también desde la teoría:

Nuestras precursoras dramaturgas de principios de siglo nos han enseñado como lograron una presencia teatral dentro del ámbito masculino imperante; y las dramaturgas que escribieron después de los cincuenta han dejado constancia, en los escenarios y en nuestra memoria, de cómo la mujer puede participar en el movimiento teatral mexicano, innovando formas y arriesgando temas (…) Hoy, las mujeres dramaturgas, hemos salido de lo personal para hablar del mundo que nos rodea. Hemos dejado de vernos a nosotras mismas para observar la relación con el exterior. Hoy no necesitamos hablar sólo del yo femenino para reconocernos. Estamos en todas partes, el mundo nos pertenece. (Ibidem, p. 365).

El discurso anterior, leído durante la VI Conferencia Internacional de Mujeres de Teatro, celebrado en Delfos, Grecia –nada menos- en octubre del 2001, define espléndidamente las dos etapas de que consta la producción dramática de Estela. La primera, no menos rica –Rascón Banda no escatima elogios para los primeros trabajos de la autora- se caracteriza por una exposición realista de la problemática de la mujer en nuestra sociedad, complementado con la evidente retroalimentación de otras dramaturgas con propuestas afines. La segunda, por otro lado, se caracteriza en primer lugar por su confinamiento a la escritura, habiendo dejado atrás la dirección de escena, aunque nutrida lo suficiente de esta como para crear un ordenado caos a partir del cual replantea su representación de lo femenino: hoy no necesitamos hablar solo del yo femenino para reconocernos. Sus obras más recientes presentan personajes femeninos que toman pleno control de sus vidas y sus cuerpos, aún a sabiendas de que dicha libertad puede tener un costo, como sucede en su puesta en escena más reciente, Verónica en portada, incluido en el libro titulado Verbo líquido (FONCA/ Escenología, 2009), que incluye además Insomnia, El codex Romanoff (2006), Habitación en blanco (Premio Nacional de Dramaturgia 1989, montada en 1994) y la que da título al libro.
En esta obra Estela expone distintas clases de mujeres que tienen en común dos cosas: ser libres y ejercer profesiones relacionadas con el arte: actrices, editoras, etcétera. Verónica, al parecer la más joven e inmadura, experimenta desenfadadamente el amor, enamorándose y desenamorándose, pero siempre tratando de no ser cruel cada vez que reemplaza a un amante por otro, aunque estos no se caractericen por ser modelos de fidelidad tampoco. La franqueza con que Verónica, actriz de profesión, desarrolla su vida amorosa, no la libra por completo de la ingenuidad y en un momento de excitación, se rinde al asedio de la cámara de Javier, su amante del momento, que la inmortaliza en actitudes provocativas, las cuales planea comercializar. Inspirada acaso en recientes casos de jóvenes actrices o cantantes videograbadas en circunstancias íntimas, esto es, vulnerables, Estela crea una obra llena de humor que también es una crítica corrosiva de cómo los medios insisten en reducir a las mujeres a su eterna representación de objetos sexuales. Diálogos ágiles, chispeantes, ingeniosísimos aligeran la complejidad de circunstancias donde las mismas mujeres, como Lourdes, se aprovechan de la propia vulnerabilidad que reconocen en otras mujeres.
Pero las obras reunidas en Lejos del corazón (Ediciones El Milagro, México, 2008) van mucho más allá, tanto en condiciones escénicas como en la profundidad de los conflictos y la psique de los personajes. En el prólogo, el también dramaturgo Victor Hugo Rascón Banda (1948-2008), nos hace ver que no es tanto que la autora vaya de menos a más, como es el proceso natural del artista, sino más bien que desde la primera de sus obras, Casa llena (Premio Punto de Partida, UNAM), hasta las que nos ocupan, se hace hincapié en el elemento del riesgo, de la apuesta. Ninguna de las obras de Estela es inocua, nada es casual. Lejos del corazón, obra que da título al libro, transcurre en el convulso México del siglo XIX, desangrado por la reciente mutilación de una buena parte de su territorio. Los personajes, sin embargo, remiten a los clásicos griegos, no nada más los nombres –Edipo, Antígona, Ismene- sino por ser, en esencia, los mismos. La protagonista, sin embargo, es Ismene, personaje lateral y hasta cierto punto pusilánime en la versión original. Esta Ismene busca desesperadamente a su padre Edipo y a su hermana Antígona, quien desde el otro lado del mundo emprenden también una búsqueda que pareciera inútil, circunstancia en sí misma representativa de la actualidad de aquel México masacrado. El conflicto aquí planteado es la lealtad, pero abarca no solo a la familia sino a la patria. Edipo, geógrafo experto en mapas que bien poco le sirven ahora que está ciego y padece el exilio, dice: “(…) Aquí me tienen sin otra cosa que mi cuerpo. Nada me llevo porque todo me quitaron (…) Nos vendieron y nadie reclama por ello. Viven libres y yo siempre prisionero (…) Sin entierro no habrá lugar donde llorarme” (p. 61) De las tres obras reunidas en el volumen, esta es la única que ha sido llevada a escena, no solo en México sino también en España.Siguiendo esta dinámica de una fusión de siglos, más que de obras clásicas con hechos actuales, Sabor amargo es un Hamlet contemporáneo… ¡y mexicano!, que como tal es, a un tiempo, semejante y antagónico al príncipe danés inmortalizado por Shakespeare. César es un joven sin ambición, de clase media baja, producto de una familia –si así puede llamársele- disfuncional, en que la madre, la única que trabaja en aquella casa, se ha casado con su amante tras el asesinato del padre de sus hijos. En ausencia de la madre ocurren muchas cosas, como el hostigamiento sexual por parte de su pareja hacia la hija menor, Silvia. César es testigo pasivo de todo esto hasta que se le aparece el fantasma de su padre, exigiendo venganza y volviéndolo responsable de ejecutar esta… pero a diferencia del Hamlet shakesperiano, César no experimenta una genuina indignación que lo lleve a realizar la encomienda paterna. Busca entonces una forma de escapar. El volumen concluye con AguaSangre, obra de que manera sutil y hasta lúdica nos hace recordar a las llamadas “muertas” de Ciudad Juárez, a través de dos personajes femeninos antagónicos: la “mujer herida” y Marta, una mujer extremadamente sensible al sufrimiento, no solo en lo que respecta a aquella, sino al asesino de esta, al que encuentra unos minutos después de ejecutado el crimen y presenta un aspecto tan lamentable que no puede evitar compadecerse de él… claro, sin imaginar lo que él acaba de hacer. Lo admirable de esta obra, admirable de por sí, es el original manejo que hace la autora de un tema que ha dado pie a muy malas películas, quizá porque ficcionalizar en torno a hechos tan dolorosos resulta casi imposible. Estela recurre, pues, al signo, a la metáfora, a la narración en clave, remontándose a los diversos significados de la muerte en la cultura prehispánica, aunque aludiendo sutilmente a hechos recientes, como cuando la mujer herida exclama: “Yo estoy muerta, pero muchos de los míos están vivos todavía”, a lo que su asesino responde, sin haberla escuchado: “Ha de ser una pinche terrorista creyéndose revolucionaria” (p. 133).
Originalidad es otra palabra que, como “democracia”, empieza a quedar vacía, descerebrada, despojada… pero que le va maravillosamente a Estela Leñero, una dramaturga que no se ha limitado a escribir historias que nos digan algo a través de ecos del pasado, sino además a innovar uno de los juegos más antiguos creados por el hombre: el teatro. Una pluma de infinitas facetas… y un razonado afán de sacrilegio.


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Verónica en portada, trailer










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