La sutileza del infarto

Para Federico Patán

…La verdad más profunda del alma americana, es su superficialidad de historieta…
JCO

Cuando Joyce Carol Oates habla de box, pareciera estar hablando de un arte mayor al que, si bien equipara con el ballet, se asemeja en todo al arte literario ejercido por ella misma: “(...) ocurre tanto, tan rápidamente y con tal sutileza de infarto que no puede absorberse sino para saber que algo profundo está aconteciendo y que acontece más allá de las palabras.” (Del boxeo, Tusquets, Barcelona, 1990, Traducción de José Arconada, p. 21).
Joyce se refiere, sí, al box, deporte que la desconcierta, más que apasionarla, desde que, siendo una niñita logró que su padre, un rudo obrero de nombre Frederic Oates, la incorporara a su ritual como empedernido amante del arte pugilístico. Lectora ferviente de Lewis Carroll, en especial de Alicia en el país de las maravillas, que había leído junto con Blanche la abuela paterna –la genuina hija del sepulturero- la pequeña Joyce debió haber visto aquel espectáculo de espaldas sudorosas como la entrada a un nuevo mundo, el de los padres gruñones y cubiertos de cicatrices de trabajo. La futura escritura no tuvo una infancia, lo que se dice, normal, aunque con el tiempo llegó a ser divertido asistir a la escuela acompañada por su madre, Caroline, quien cursó la primaria junto con ella. Joyce, de hecho, sentaría precedente en su familia como la primera Oates en concluir la escuela secundaria.
Siendo criatura de frágil constitución, toda ojos, más parecida a una cigarra brillante que a una atleta, Joyce podría decir lo contrario que Barry NcGuigan cuando se le preguntó por qué se había hecho boxeador: “No puedo ser poeta. No sé contar historias...” Joyce no pudo usar sus puños para pelear, pero aprendió a narrar a través de ellos. La estructura de su narrativa es del todo semejante a una pelea, donde cada capítulo es un round; las intensidades varían pero jamás decaen. “Comencé a escribir muy joven, incluso antes de aprender a escribir, copiaba las letras de los adultos, pero no pensé en ser escritora. Era como cualquier niña, escribía mis propias canciones.” Ya en la adolescencia, devoraría novelas de Faulkner, Hemingway, las hermanas Brontë y, muy particularmente, aquel cuya influencia salta a la vista en sus novelas psicológicas y profundamente humanas: Dovstoievski. Flannery O’Connor y D.H Lawrence la obsesionarían ya en su etapa universitaria. Se inició formalmente como escritora a los catorce años, cuando su querida abuela Blanche le obsequió su primera máquina de escribir. No hubo poder humano que apartara a la muchachita de largas y delgadas piernas de aquel artefacto que se convertiría en una extensión de su persona.
Joyce Carol Oates, considerada el escritor estadounidense con mayor posibilidad de ganar el Nóbel de Literatura, nominada al mismo desde hace unos veinticinco años, nació el 16 de junio de 1938, en Lockport, Nueva York, siendo la mayor de tres hermanos: Fred junior, nacido en 1943, y Ann Lynn, una niña autista nacida en 1956. Tras pasar por la universidad de Siracusa, se licenció en Lengua y Literatura Inglesa por la Universidad de Winsconsin y realizó un doctorado en Rice. Tras obtener mención honorífica en un discreto certamen literario, la joven Joyce, alta, flaca y con un lindo rostro que recuerda al de Betty Boop, optó por dedicarse de lleno a la escritura. A los diecinueve años conquistaría su primer premio literario en un certamen convocado por la revista Mademoiselle. Publicó su primer libro, un volumen de cuentos titulado Junto a la puerta del norte, en 1963, a los 25. Un año más tarde publicaría su primera novela: Un otoño tembloroso. Y si bien ambos libros merecieron comentarios elogiosos, no sería sino hasta la publicación de la novela Ellos (1969), con la que obtuvo el Nacional Book Award en 1970 y se consagraría en el ámbito editorial internacional. Imparable, Joyce ha acumulado a la fecha la friolera de 113 libros publicados, entre novelas, colecciones de relatos, ensayos y obra dramática, incluyendo los firmados bajo los seudónimos de Rosamond Smith y Kelly de Lauren, de los cuales solo una decena ha sido traducida al castellano, entre ellas su más reciente novela, La hija del sepulturero, la cual podría catapultarla al Nóbel de una buena vez. Su productividad le ha acarreado más de una crítica misógina: no está bien visto que una mujer produzca tanto… eso sin contar sus Diarios, sus novelas inéditas… su afición a correr, a tocar el piano y a contestar personalmente los correos electrónicos de sus lectores, entre otras. Casi puede leerse entre líneas el cuestionamiento moral: ¿a qué horas se dedica esta señora a sus deberes femeninos? Cocinar, tejer, cuidar nietos…Se ha sugerido, entre otras sandeces, que la productividad de la escritora es producto de un trastorno obsesivo-compulsivo. En una de las reseñas de libros más virulentamente misóginas que recuerdo haber leído, el argentino Rodrigo Fresán señala, entre otras maledicencias, “(…) Oates no sabe lo que es el miedo a la página en blanco y, de tenerlo, lo vence enseguida llenándolo de letras negras. No hay año –desde su debut en 1963- en que esta pálida mujer de mirada lánguida no edite al menos un par de libros (…)” No recuerdo que alguien haya cuestionado, por ejemplo, a John Updike, a J.B Priestley, a los Dumas, o al mismísimo Shakespeare, por su inmensa capacidad de trabajo. En el libro Récord de Guiness figura un varón como el escritor más prolífico del mundo, el brasileño de origen japonés Ryoki Inoue, con una bibliografía de más de mil títulos, circunstancia que no produce horror, sino más bien lo contrario.Joyce, por cierto, es viuda del editor Raymond J. Smith, quien murió de neumonía el 18 de febrero de 2008. Joyce y Robert coincidieron en la maestría. Juntos fundaron no solo una familia, sino una revista y una editorial, y como tantas otras mujeres, desde que el mundo es mundo, se las ha ingeniado para hacer muchas cosas y hacerlas bien. Ella tiene bien claro que existen solo dos clases de escritores: los impulsivos, que se lanzan de cabeza al vacío, como su amado Lawrence, y los reflexivos como James Joyce. Huelga decir a cual de los dos se adhiere nuestra autora.


Y si bien resulta casi imposible abarcar toda su obra para un análisis serio, quien esto escribe asegura que ninguno de los libros a los que accedió de esta autora resulta remotamente decepcionante, antes bien, hasta una novela considerada menor como Ángel de luz (1981), me ha deslumbrado por la habilidad de Joyce para apretar al máximo el nudo de la tensión dramática y acorralar a sus personajes hasta casi asfixiarlos; Joyce Carol Oates, más que atrapar al lector, lo hipnotiza con la complejidad de sus estructuras narrativas, nunca lineales, dosificando la exposición de hechos hasta hacer estallar la bomba de la primera revelación, misma que no nos prepara para la hecatombe de la revelación final. Su forma tan peculiar de desarrollar a sus personajes, sin dejar nunca de asombrarnos con una nueva insólita revelación de los hábitos, los secretos, los caracteres, los vicios, contribuye a causar ese efecto, indeleble sello de su escritura, de agotamiento emocional. Ángel de luz es un thriller, evocador de la Electra de Eurípides, donde Kirsten, una jovencita anoréxica, desencajada, medio sicótica y profundamente desgraciada, intenta convencer a su no menos infeliz hermano (que sin embargo se esfuerza por lucir como un triunfador), de que su madre y el amante de esta provocaron la deshonrosa muerte de su padre, por lo que sobre ellos recae el deber de vengarlo. “A veces los griegos suenan demasiado contemporáneos”, reflexionará el patético Maurie Halleck, un Agamenón neoyorquino, político honesto, cabal y cristiano que sin embargo se suicida para escapar al desprestigio que supone un caso de corrupción en el que se ve inmiscuido. Su hija adolescente está convencido de la inocencia de su padre y la culpabilidad de su bellísima madre, Isabel, y no vacilará en establecer alianzas con grupos terroristas con tal de consumar su venganza. Joyce ostenta aquí su arte para crear personajes tan patéticos como sublimes, que se crecen por encima del patetismo para tornarse entrañables, como el Michael Mulvaney de Qué fue de los Mulvaney. Las novelas de Joyce están pobladas de cobardes maravillosos, cuyos hombros cargan a duras penas con la grandeza de su espíritu, mientras que los valientes como Kirsten y su hermano Owen se ganan nuestra compasión.Marilyn Monroe, personaje que obsesionaba a Joyce de mucho, mucho tiempo atrás (“que Marilyn Monroe hubiera optado por matarse resultaba maravillosamente consolador para las chicas “feas”. También las chicas bonitas lo encontraban alentador”, Ángel de luz, p. 93), será la apoteosis de este rasgo estilístico en Joyce: en Blonde (Plaza y Janés, Barcelona, 2000, traducción de María Eugenia Ciocchini), novela que, inexplicablemente para muchos, perdió el Pulitzer del 2001, Marilyn rebasa su patetismo; se impone a su tragedia, una y mil veces contada, pero que en la prodigiosa pluma de Joyce adquiere una jerarquía épica. “Ella era una niña pequeña y, en teoría, las niñas pequeñas no tienen necesidad de meditar, en especial las niñas bonitas e cabellos rizados no necesitan preocuparse, inquietarse o calcular; sin embargo, ella tenía el hábito de fruncir el entrecejo como una adulta en miniatura mientras formulaba preguntas (...)” (p. 58) En Blonde, Marilyn, más que diosa del sexo, es la representación de una feminidad de suyo vejada durante siglos, como si de algún modo Joyce les hablara a sus lectoras a través de su personaje: Todas, alguna vez, hemos sido Marilyn... todas nos hemos sentido tentadas a ser o cuando menos a fingir que somos objetos sexuales... y casi todas terminamos hallando una luz al final del túnel... Blonde es, como casi todas las novelas de Joyce, una historia de familia, una búsqueda desesperada, casi agónica de la figura paterna: “He estado siempre muy interesada en historias personales. Me fascinaba escuchar anécdotas sobre mis abuelos y mis padres, me parecía que poseían una gran integridad y resistencia, virtudes deficientes en mi generación y las subsecuentes.”Considerada su obra maestra, Qué fue de los Mulvaney (Lumen, Biblioteca Joyce Carol Oates, Barcelona, 2003, traducción de Carme Camps) aborda la historia de una típica familia clasemediera y feliz de los Estados Unidos, que virtualmente se cae a pedazos tras la violación de la hija, única de entre tres hermanos varones. Los Mulvaney son encantadores, son populares, son guapos, son envidiados, casi dignos de Disney... pero todo acaba intempestivamente apenas Marianne es violada por el hijo de uno de los hombres más importantes del pueblo. Antes de lo de Marianne, los esposos Mulvaney, Michael y Corinne, han sabido de una pobre desgraciada, compañera de escuela de la propia Marianne, que se vio forzada a abandonar el pueblo. Pero aquella chica indígena, a la que sin duda compadecen, nada tiene que ver con Marianne. La bella, talentosa y popular Marianne. Nunca se les ocurre temer por la integridad de su propia hija, demasiado perfecta para atraer algo tan horrible: “(...) nuestras vidas no son nuestras sino que se hallan en posesión de otros, nuestros padres. Nuestras vidas quedan definidas por los antojos, caprichos, crueldades de otros. Esa telaraña genética, los lazos de sangre. Era la más antigua maldición, más antigua que Dios.” (p. 392). La historia, paradójicamente, es narrada, en ocasiones juzgada desde la perspectiva del “benjamín” de la familia, quien al volverse casi invisible ante la tragedia de su hermana y sus posteriores consecuencias, aprovecha esa semi invisibilidad para analizar a cada miembro de su familia: es a través de su mirada que todo queda reducido a cenizas, especialmente el orgullo del padre, al que se solía admirar por su valor y entereza, y sin embargo termina desterrando a su hija favorita pues no resiste ver su propio dolor personificado en ella. Los Mulvaney, víctimas de una afrenta, pasan a convertirse en los apestados del pueblo, en la familia violada y abierta de piernas: en parias. La violación de la hija los incluye, los denigra, los pervierte: todos son sistemáticamente violados una y otra vez, por las habladurías, la crueldad de los incansables verdugos: “Puedes creer en el mal sin creer en el diablo. No existe Satán, pero existe el mal. El mal está programado genéticamente en nuestra especie, como nuestra capacidad contra la naturaleza, nuestra codicia y superstición y estupidez... quiero decir, la inclinación.” (p. 455). Será el muchacho genio de la familia, el segundo hijo, quien llegará a la conclusión de que solo la venganza podrá devolverles a los Mulvaney un poco de la dignidad arrebatada.
La hija del sepulturero (Alfaguara, México, 2009, traducción de José Luis López Miñoz), es otra saga familiar que, si nos dejamos convencer por la dedicatoria –“para mi abuela Blanche Morgenstern, la “hija del sepulturero”- aborda algo cercano a la autobiografía. Digamos que el personaje de Rebecca Schwart, la protagonista, cuyo único tesoro en la vida es un diccionario, tiene mucho de la querida abuela Blanche, pero también de la propia Joyce. Cronológicamente, Rebecca, nacida en 1936, es mucho más próxima a la nieta que a la abuela, aunque la historia de la familia alemana que emigra a los Estados Unidos, huyendo de la persecución nazi, y cuya cabeza, Jacob Schwart, brillante matemático, se verá obligado, entre otras cosas debido a su absoluto desconocimiento del idioma inglés, a trabajar como sepulturero, es ni más ni menos la historia de la abuela Morgenstern. Jacob y Anna Schwart llegan a aquel pueblito al norte de Nueva York con tres hijos, habiendo salido solo con dos varones. Rebecca nace a bordo del inmundo buque donde han realizado el trayecto, con todo en contra para sobrevivir. A partir de la milagrosa supervivencia de Rebecca, cuya existencia parece pender de un hilo, de principio a fin, se plantea la posibilidad de un destino… de nacer predestinados. Y si bien la abuela de Joyce estaba predestinada a ser la abuela de la más grande escritora estadounidense, Rebecca daría a luz a un artista, cuya existencia correría también sus riesgos al lado de una madre errática.
Rebecca tiene en común con Joyce, vivir inmersa en un ámbito misógino… empezando por la misoginia, digamos, inocente, del hermano mayor, Herschel, que goza confundiendo a su hermanita, aunque en el fondo la quiera. Posteriormente, la misoginia del padre que, como magníficamente se expone en esta novela, no es otra cosa que miedo. Miedo a la mujer… a la sexualidad de la mujer… a la sexualidad, a la ternura y a la inteligencia de la mujer. Jacob, quien apenas tomar la pala que estigmatizará su identidad, sufre una transformación casi kafkiana, enloquece por poco al enterarse, a través del periodiquito local, de que su hija pequeña, la mujercita, ha ganado un concurso de ortografía cuyo principal premio es un diccionario que la chiquilla de opacas trenzas negras defenderá con uñas y dientes:

Jacob no se fiaba de las mujeres. Schopenhauer sabía muy bien que las féminas son simple carne, fecundidad. La hembra seduce al macho (débil, enamorado) para realizar la cópula y, contra la inclinación de sus deseos, lo arrastra a la monogamia. Al menos en teoría. El resultado es siempre el mismo: la especie se perpetúa. ¡Siempre el deseo, la cópula, siempre la nueva generación, siempre la especie! Voluntad ciega, estúpida, insaciable (…) Al servicio de esa voluntad ciega, la secreta suavidad femenina, los aromas húmedos, las interioridades de la fémina, plegadas, rosadas, en las que el hombre puede penetrar innumerables veces sin por ello percibirlas ni entenderlas. Del cuerpo femenino había surgido el dédalo, el laberinto. El panal con una sola entrada y ninguna salida. (p. 195).


La familia Schwart se desintegra en forma trágica, quedando a la deriva la hija pequeña, quien una vez más se erige superviviente de una muerte que parecía inevitable. Narra Joyce que su padre le contó alguna vez como, contando Fred Oates quince años, la edad de Rebecca al momento de quedarse huérfana, el padre de este, en un arranque de ira, intentó matar a la abuela Blanche con una pistola, para terminar matándose él. Hasta entonces, Joyce se enteró también de los antecedentes judíos de su familia, que en El hijo del sepulturero tienen relación directa con el drama de la protagonista. Quién sabe de donde saca energía la adolescente Rebecca para seguir adelante, rechazando incluso a la que pareciera la milagrosa intervención de una maestra que promete protegerla de los inminentes peligros a los que se expone una muchachita sola. Pese a su juventud, Rebecca parece percibir aquello más como una oportunidad de construirse una vida al margen de la tragedia que la marca, que su solo nombre representa, que como una auténtica tragedia. Su inmadurez la llevará a cometer otro error: enamorarse de un hombre no muy distinto a su propio padre, aunque lo sea en apariencia, que volverá a ponerla al borde de la muerte junto con su hijito. Una vez más, Rebecca reunirá el valor necesario para salvar a su hijo, aunque ello le exija una maniobra todavía más drástica: convertirse en otra persona, una encantadora y joven viuda de nombre Hazel Jones: “(…)Freud había dado en el clavo con el resto: la civilización era el precio que pagabas para que no te cortaran el cuello, pero era un precio demasiado alto (…) ¡La tiranía del papel de la madre moribunda en la civilización nunca podrá exagerarse!” (p. 561).
La única vez que Joyce Carol Oates deseó ser hombre, fue cuando a los catorce leyó la biografía crítica de Faulkner, “Nunca concebí tener una vida de escritor, aún ahora me considero más profesora que escritora.” Ha sido profesora en las universidades de Detroit (61-67), Windsor (67-87) y actualmente es catedrática de Princeton. Cuando se le cuestiona la violencia de sus narraciones, su respuesta no puede ser más inteligente: “Nuestras cifras de criminalidad le resultarían increíbles a cualquier europeo civilizado. En Suecia e Inglaterra consideran que vivimos en una especie de oeste salvaje, donde en cada casa hay un arma.” En 2005, Joyce obtuvo el Premio Fémina por su novela The falls.




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