Jugar con hielo

Para Andrés Acosta y Marisa D´Santos

Antes de los treinta años, Helen Ferguson ni siquiera era la única Helen Ferguson: habían una actriz y otra escritora con el mismo nombre, aunque firmaría sus libros también como Helen Edmonds (el Ferguson lo tomó de su primer esposo, Donald Ferguson. Legalmente era Helen Edmonds, por su segundo marido). Autora de convencionales novelas rosas ubicadas en Home Counties, de los condados más ricos y conservadores de Gran Bretaña, de esas donde el nombre de la autora importa poco porque se confunde con el de tantas otras. Una pequeña y delicada mujer con cutis de porcelana y melenita nacarada que escribió Un círculo encantado, Déjame sola, La hermana oscura y Solo las ricas pescan un rico, publicadas entre 1929 y 1937. La verdadera obra maestra de Mrs. Ferguson, hasta entonces, era el jardín de dimensiones babilónicas de su mansión de los Chitterns, colinas próximas a Londres, cultivado sin que su dueña tuviera que manchar sus diminutas y limpias manos, mirándolo verdecer y florecer como si con una sola mirada de sus pálidos ojos azules se subordinase la naturaleza toda. Asimismo, la distinguida señora Ferguson-Edmonds dedicó gran parte de su vida a viajar por el mundo y para nada es de extrañar que, antes y después de su muerte como “Helen”, su lugar predilecto para vacacionar, aquel en el que su delicado cuerpo encajaba como pieza de rompecabezas, era Nueva Zelanda, muy cerca de la Antártica, donde llegaría a pasar hasta veintidós meses en 1942. Pero no nos adelantemos, porque para entonces ya había muerto como Helen Ferguson.
Un día se esfumó junto con sus vírgenes casaderas, solteros codiciados, escenarios campestres y autos deportivos, como si un rico magistrado, escapado de una alocada novela de ciencia ficción, la hubiera alejado a rastras de la luz del sol. Rapto, desaparición… ¿muerte? Sus amigos atestiguaron horrorizados la metamorfosis que precedió a su virtual evaporación, cuenta el escritor Rhys Davies: “(…) su conducta en público tenía tendencia a ser errática. Podía tratar a uno de sus invitados con la mayor delicadeza, y luego, bruscamente, tirarle encima el pollo asado, refugiarse después en su “bazooka” y ser finalmente descubierta en su cama leyendo una novela y comiendo bombones.”La “bazooka” a la que se refiere Davies es una jeringuilla de heroína que Helen alternaba con la comilona de malvaviscos rellenos que consumía al por mayor y sin engordar gracias a las anfetaminas. Había adquirido habilidad para amarrarse el brazo sin dejar de hojear compulsivamente revistas de modas, olvidada de retirarse la estola de visón y el collar de brillantes antes de enfundarse en sus pantuflas. Actividades, por supuesto, íntimas, clandestinas, porque la frágil belleza no permitiría que nadie le viera perder la clase de tan escandalosa manera. La razón por la que, dicen, inició su trayectoria adictiva, era que sufría unos terribles dolores espinales que solo la heroína doblegaba del todo, aunque antes ya había pasado largos (y discretos) periodos de reposo en Inglaterra y en Suiza. No obstante su frivolidad, era sabido que la entonces Helen Ferguson tenía una faceta, digamos, artística: en algún momento fungió como asistente nada menos de que el exquisito crítico Cyril Connolly y había heredado la afición de su padre para la pintura, aunque no se dedicaba a ello en forma profesional. En 1935, poco antes de desaparecer, montaría su primera y única exposición de “paisajes de aceite” en la Galería Wertheim, de Londres, siendo poca la expectación despertada en los aficionados a las artes plásticas que no esperaban mucho de una narradora light. Hay que hacer hincapié que por entonces Helen todavía no realizaba los patéticos autorretratos que parecieran asimismo una automofa: se dibuja como estilizada calavera con un par de cuencas vacías por ojos y, eso sí, una atildada melenita rubia. Raras veces reproduce sus gélidos ojos azules que en verdad producen frío solo de verlos. Era Mrs. Ferguson muy parecida a “Julia”, heroína de uno de los más impactantes relatos de Anna Kavan: “(…) conduciendo con su marido entre un campo de flores. Aparcan el coche y cogen narcisos a manos llenas (…) Sin jeringuilla no podría llevar una vida normal, su vida sería una ruina, en cambio con ayuda de la jeringuilla es una persona concienzuda y enérgica, inteligente, amable. No se parece en nada a la idea popular de lo que es un drogadicto. Nadie puede llamarla viciosa.” (“Julia y el bazooka”, Mi alma en China, Grijalbo Mondadori, Col. El espejo de Tinta, Madrid, 1992, traducción de Laura Freixas).Una mañana sus amigos amanecieron con la nueva de que unos bulldogs salían en a darles la bienvenida con sus colmillos recién limados, en representación de su ama. Helen solo dejó un recado: había incinerado los borradores de sus próximos best-sellers (junto con su polvera y sus perfumes). Nunca más escribiría historias de amor, se divorciaba de su segundo marido y mandaba a todos al diablo, ¡a todos!, marido, jardineros y criados incluidos. Solo los perros y las rosas se quedaban. La divertida anfitriona de las fiestas más chic de la campiña inglesa se transformó en una fortaleza. En polvo de plata. Se pensó que se había ido a esconder a su país del hielo. O que de plano se le había pasado la mano con la bazooka. Sus lectores olvidaron paulatinamente sus novelas rosas, perfectamente prescindibles ante la avalancha de Bárbara Cartlands y Danielles Steeles que la dejarían en el camino.
Algunos años más tarde, en 1940, una enigmática autora de hombre Anna Kavan deslumbraba a la crítica especializada con un primer libro titulado Asylum piece. Pasarían varios años, a partir de la muerte de Mrs. Ferguson, antes de que descubrieran que esta escritora que irrumpió violenta y poéticamente en la literatura inglesa con esta colección de relatos sobre su experiencia en hospitales psiquiátricos de Suiza e Inglaterra, tres intentonas de suicidio y un hijo muerto en servicio durante la Segunda Guerra Mundial (razón de su segundo intento)… ¡era la mismísima Mrs. Ferguson! La lánguida rubia nácar que devoraba malvaviscos sobre su cama mientras empuñaba una bazooka y por quien los mismos críticos que ahora alababan a Kavan no hubieran dado tres centavos… ¡Y todo se lo debemos a Kafka!
Helen Emily Woods nació en Cannes, Francia, el 10 de abril de 1901, hija millonarios ingleses ex patriados, aunque la niña concluiría su exquisita educación en Inglaterra. Llegó al mundo en el seno de un hogar de diletantes millonarios (su padre, Claude Charles Edward, era pintor de mediano prestigio) y criada como una auténtica princesa de hielo, condicionada a una serie de estrictas reglas que le impedían jugar, reír, patalear, ya no digamos llorar. ¡Eso nunca! Llorar irrita los ojos y despeina. No extrañe por tanto que desde muy jovencita presentara serios trastornos de conducta como, por ejemplo, cuartearse en vez de gritar. Su única gran novela, Hielo, publicada en 1967 y premiada ese mismo año con el Premio Brian Aldiss al mejor libro de ciencia ficción, concedido por el propio Aldiss, pareciera parodiar por momentos aquella imposición de congelar sus emociones en lo más recóndito de su ser para no lucir inadecuada: “(…) De sus ojos brotaban enormes lágrimas como carámbanos (…) No parecían lágrimas de verdad. Ella misma no parecía del todo real (…)” (Seix Barral, Planeta, Venezuela, 1987, traducción de Elsa Mateo). El detonante, sin embargo, sería el suicidio del padre de Anna, contando ella trece años. Tras semejante trauma, ¿qué princesa de hielo no se derrite, aunque sea un poquito? Empezaría a escribir ya como esposa de Donald Ferguson, mientras vivían en Birmania, y asociando irremediablemente la escritura con la comilona de malvaviscos (aunque nunca se le vio gorda). No parecía marcada por el inexplicable suicidio del rey de hielo.

Antes de convertirse en drogadicta y dejarse poseer por la escritura de Kafka, al que leyó compulsivamente durante su encierro voluntario tras encontrar por casualidad un ejemplar de El proceso, del que se adueñó sin recato y asimismo devoró, la todavía Helen ensayaría en el manicomio no una nueva forma de escribir sino una nueva identidad literaria inspirada en aquel autor del que pidió todos sus libros y leyó y releyó como quien se topa con el cofre del tesoro y no sabe que hacer con tantísimos diamantes: una metamorfosis de la vida real. Empezó a hacerse llamar Anna. No, no un pseudónimo. Al menos no por mucho tiempo pues agotaría recursos legales para asumir legalmente la identidad de Anna Kavan. Era como si huyera desesperadamente, sí, de la señora distinguida que escribía novelas rosa tras una ración de heroína y malvaviscos, pero sobre todo de la princesita de hielo y trenzas de seda que nunca ensució sus exquisitos vestidos, al menos no sin que le golpearan las rodillas con una vara en consecuencia. Quería ser humana. Quería ser una escritora auténtica. Quería sudar. Ganarse el respeto por lo que hacía y no por quien era. Ensuciarse las manos de palabras genuinas, manchadas de tinta. De Helen Ferguson únicamente conservaría aquel jardín, ya no tan acicalado (más bien abandonado, pero suyo, ¡suyo!) Allí y en la escritura se refugió del mundo hostil que le daba pavor, haciéndole creer al mundo que era una inquilina de Mrs Ferguson, una arrendataria misántropa que no tenía la menor intención de hacer fiestas para nadie (y para subrayarlo estaban los bulldogs de limados colmillos).
Tras vivir en la piel de una señora de la high society, impecablemente vestida y maquillada hasta para ejecutar el ritual de amarrarse el brazo izquierdo, Anna pasó a ser una paciente discriminada en la Seguridad Social, aferrada siempre al pequeño bolso negro donde ocultaba su varita mágica que la ayudaba a entregarse compulsivamente a la escritura; compadecida por taxistas que la acompañaban en sus patéticas peregrinaciones y callaban al verla proceder con manos y dientes para a continuación rellenarse de nieve y recobrar la sonrisa. Si se me permitiera la paráfrasis con el propio Kafka, Helen Ferguson fue algo así como Gregor Samsa y Anna el fabuloso bicho en que se transforma finalmente, su parte pútrida pero, en este caso, genial. La férrea disciplina en su quehacer literario contribuyó –como en el caso del propio William Burroughs, otro adicto famoso de la literatura- a prolongar su vida mucho más allá de lo concedido a los heroinómanos comunes, además, señala Davies, “la ayudó a controlar esa tendencia a mentir tan típica de los drogadictos empedernidos”. Su obra es el grito de una niña sin amor; de una mujer que pagó caro el asumir la que realmente era porque la frígida señorita Woods, la gélida señora Ferguson no fueron sino disfraces odiosos, impuestos por la sociedad a la que pertenecía y que sin duda nunca hubiera elegido de habérsele brindado la oportunidad de escoger. Anna Kavan es, pues, biógrafa de la auténtica Mrs. Ferguson, la “cosa incómoda” que aporreaba muebles; la que era introducida a diario en agua helada o hirviendo, o encadenada a una plancha, hasta que se decidió a vivir con dignidad su propia locura.
La nueva conciencia de Anna le permitió emprender una narrativa cuyos alcances literarios no sólo rebasaron en forma dramática los de la escritora de novelas rosas, sino que, por momentos, resultaba en una genial aunque cruel parodia de sí misma, parodia encaminada a borrar cualquier vestigio que pudiera identificarla como Mrs. Ferguson, tal como sugieren estos dos pasajes, el primero tomado de la nouvelle Mi China, el segundo, de su cuento póstumo que para muchos es la carta de despedida de una suicida, “Julia y el bazooka”, escrito, dicen, horas antes de inyectarse la fatal sobredosis que la mató en 1968, a los sesenta y siete años: “Nunca más podré ser como era cuando todavía existía el tiempo, no puedo recuperar esa que fui, la que echada en un campo, en un generoso junio, chupaba briznas de hierbas que sabían dulce; la que vivía la vida de una amante, de una pintora, de una persona de carne y huesos; de ella no se burlaban los pájaros (…)”
“(…) Julia es la única que tiene la mirada triste. Aunque sonríe como los demás, no comparte su entusiasmo por la vida. Se siente aislada de la gente. El mundo le da miedo (…) Julia es también una muerta sin flores (…)”
Hielo representaría el rompimiento total de la autora con su pasado pero sobre todo con el presente. Una novela donde la crueldad alcanza niveles telúricos; un mundo como el que ella percibía desde su refugio: deshumanizado, frío, acechando a niñas inocentes para entregarlas al dragón que vegeta al interior de un foso. El infierno en la nieve. Si sus relatos ya habían incitado a Rhys Davis a calificarla de “obstinadamente subjetiva” pues escogía elementos de su vida para transformarlos en algo complejo y extraño, en Hielo dichas características se dispararían hasta las nubes, como reflejando en palabras los demoledores efectos de la droga que nunca había abandonado y, paradójicamente, contribuiría a su sobrevivencia pero también a su muerte. Logra con esta, su única novela como Anna Kavan, lo que parecía imposible: superar sus propios relatos. Raras veces la tortura y la demencia resultan tan conmovedoras como cuando son abordadas por la mente bellamente perturbada de esta autora que lleva al delirio su propio pasado como princesita de hielo.
La heroína de Hielo, objeto de la obsesión del narrador, carece de nombre como el propio narrador y también como el captor de la niña y la hija de aquel, tan colosalmente bella como su padre (la cautiva, más que hermosa por su físico, lo es por su irreal fragilidad que la vuelve susceptible de ser destrozada, hasta por el propio narrador que reconoce el apetito de destrucción agazapado en su pasión amorosa por la pequeña muchacha de cabello plateado y muñecas quebradizas). Esa niña delicada y exquisita, que muere una y otra vez para deleite de su verdugo y de su potencial salvador, no es sino un fetiche, un pretexto, una metáfora. Imposible no ver en ella a la idénticamente frágil autora que parece recrear la íntima tortura de su infancia en esta suerte de cuento de hadas sin esperanza donde se perpetúan matanzas sin sentido pero bellamente detalladas: “(…)El mundo se había convertido en una cárcel de hielo de la que resultaba imposible escapar, todas sus criaturas atrapadas tan irremediablemente como los árboles, ya sin vida dentro de sus resplandecientes corazas (…) Aceptó el mundo de hielo brillante, reluciente y desprovisto de vida, tal como aceptaba su destino; se resignó al triunfo de los glaciares y a la muerte de su mundo.” Brian W. Aldiss escribiría en la introducción de la segunda edición de Hielo, que si bien se la ha calificado de ciencia ficción, resulta imposible de clasificar: “Su situación es tan ambigua como ella podría desear.” Anäis Nin, en su ensayo La novela del futuro (1968), le otorgó un calificativo que le va mucho mejor: “escritora nocturna”.
Cuando la policía encontró el cuerpo de la escritora el 5 de diciembre de 1968, cuentan, no hallaron más documentos reveladores que unas pinturas espantosas, de seres colgados y mutilados, elaborados por ella misma: Anna en persona se encargó de incinerar sus diarios y su correspondencia, lo que no impediría a David Callard escribir una biografía especulativa de la escritora (Peter Owen, London, 1992). Se ha dicho hasta el cansancio que murió a consecuencia de una sobredosis de heroína aunque fuentes estimables aseguran que en realidad murió de un paro cardiaco. Callard se inclina, claro, por la primera opción.Anna siente un extraño placer en deformar imágenes convencionalmente poéticas, quizá debido a su tesitura eminentemente kafkiana, del mismo modo que parece haberlo experimentado al autorretratarse como una criatura vaciada de toda expresión. Mi China, que redactó bajo los efectos de la que se considera la dosis fatal, se presta a establecer paralelismos entre ella y William Burroughs, quien asimismo aportó el elíptico punto de vista de un narcotizado. La gran diferencia entre Anna y Burroughs es que ella no se permitió libertades en el plano literario y nos presenta textos perfectamente estructurados, como Hielo, donde prevalece la alternancia de las voces narrativas que pasan de la primera a la tercera persona, para desembocar en una segunda y, sin embargo, pertenecen todas a una misma narradora; Anna, quien describe con brutal nitidez su sentimiento de no pertenencia al mundo: “(…) soy un pez, de un feo color de barro, que alguien ha sacado del agua y arrojado al suelo para que se muera solo.”
Los manuscritos y dibujos de Anna Kavan, nombre con que pasó a la historia, se conservan en la Universidad de Tulsa, en Oklahoma.


Anna Kavan, la ciencia extraña y alucinada: Hielo, ensayo de Lola Robles, aquí

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