Feminist fatale



Mi tipo de feminismo callejero exige tácticas de guerrilla agresivas, velocidad, subterfugio y sorpresa…

…El feminismo contemporáneo ha intentado enterrar la galantería y la caballerosidad masculinas como reaccionarias y sexistas. Como consecuencia, el erotismo se ha resentido.

C.P

Camille Paglia se convirtió en celebridad mediática cuando increpó públicamente a Susan Sontag, quien, a decir de Camille, era una “traidora” que renegaba de sus brillantes inicios como estudiosa de la cultura pop y el feminismo, para transformarse en una teórica aburrida y políticamente correcta que, al mismo tiempo, aparentaba no serlo. Los pleitos ideológicos entre ambas feministas, que en realidad eran azuzados por una todavía joven Camille que en, en su época universitaria, creó un culto en torno a la misma a quien ahora denostaba, y una Susan que afirmaba no conocer a su detractora –pese a coincidir con ella en más de una ocasión-, hasta que la fama, buena o mala de Camille, pero fama, obligó a Susan a reconocerla con un comentario que pretendió ser insultante: “Camille debería unirse a una banda de rock”.

Ruda contra Técnica; Camille –obviamente- “la Ruda”, consigna su experiencia sontagniana, que muy a su pesar habría de marcar su ideología y su estilo, en una apasionante crítica llena de erudición y chismes, “Sontag, bloody Sontag”, recopilada en su libro Vamps and Tramps, más allá del feminismo (Valdermar/Intempestivas, traducción Santiago García, Madrid, 2001) Recrea, en tono autocrítico y autoirónico, a una joven escritora –la propia Camille- cegada por el brillo que le otorga atacar sistemáticamente al icono del feminismo estadounidense, y despertar todo tipo de reacciones, muy particularmente la atención de su odiada-admirada. “Yo soy la Sontag de los noventa”, llegó a proclamarse en algún programa sensacionalista…y esto repercutió negativamente en su reputación, pues el público pasó por alto su extraordinaria obra ensayística, crítica y periodística para ubicarla como “la rival de Susan”, peor aún, “la hermanita rebelde de Susan”. Incluso el look de Camille era la versión vamp del de Susan, con una relámpago plateado destacando en su melena oscura y un rostro artísticamente maquillado, en contraste con la hermosa cara lavada de Susan.

No puede decirse, sin embargo, que Camille esté exclusivamente obsesionada por Susan: ha arremetido también, y con particular saña, contra los teóricos franceses Jacques Lacan, Jacques Derrida y Michael Foucault que, a su manera de ver, tienen una visión muy limitada de la sexualidad. Lo plausible es que no se queda en la crítica: demuestra sin tapujos hasta qué punto la subjetividad de estos íconos les ha impedido ver más allá de lo vivido y experimentado: mirar, pues, al género humano. Lesbiana declarada desde la década de los cincuenta, cuando salir del closet era un genuino triunfo épico, Camille afirma que su valor tuvo un coste profesional: “Que alguien con mi historia agresiva y escandalosa pudiera ser llamada “homofóbica”, como ha ocurrido repetidas veces, demuestra lo demencialmente estalinista que se ha vuelto el activismos gay.” No tiene reparos en afirmar que no se lleva bien con otras lesbianas y que su vida romántica ha transcurrido, básicamente, entre mujeres bisexuales o heterosexuales…aunque su mejor amiga es una transexual se nombre Glennda Orgasm, con quien incluso participó en un polémico corto titulado Glennda y Camille van al Centro, donde mantienen una franca charla sobre sexualidad mientras caminan por la Sexta Avenida de Nueva York. Otra de sus grandes amigas es la ex modelo y actriz Lauren Hutton (¿recuerdan American gigoló, con Richard Gere), con la que también filmó un cortometraje conversacional titulado Guerra de sexos (1992). Pero además reconoce que quienes le han dado la mejor educación académica y sentimental de su vida, son los varones homosexuales. “(…) Dieron forma a mi estética, ampliaron mi visión del mundo, afilaron mi estilo conversacional y civilizaron mi brusquedad de marimacho.”

Camilla Anna Paglia nació en Endicott, Nueva York, en el seno de una familia de inmigrantes italianos, católicos practicantes, el 2 de abril de 1947, “(…) peremanecía despierta durante horas, escuchando la estridente hilaridad de las voces italianas y saboreando el intoxicante aroma del café fuerte, el whisky y el anís…”.Parece haber sido una niña feliz, excepto por los traumas que le produjeron las imágenes religiosas, genuinas obras de arte gore. Lo único que conservó de su catolicismo fue una admiración de tipo arquitectónico por sus maravillosas iglesias y una devoción más literaria que religiosa por Santa Teresa de Jesús. Camille es la alumna más aventajada de Harold Bloom, que si bien no se deshace en elogios, no niega que la admira y está de acuerdo en casi todo con ella…y viceversa. Una de las virtudes de los grandes profesores –acaso la mayor- es enorgullecerse de que aquellos alumnos que, con base en lo aprendido, construyen sus propias teorías y conjeturas. Además, como bien señala Jesús Palacios en el prólogo a la edición española de Vamps and tramps, en una época en la que nunca había sido más fácil ser bueno, se agradece la presencia de una mujer mala como Camille, “Reina del Espacio Exterior”, a la que yo denominaría también “Reina de la Heterodoxia”. No está de más mencionar que su obra maestra, Sexual Personae le costó un peregrinaje de veinte años. Antiacadémica y todo, aceptó ser publicada por la Universidad de Yale, donde cursó su doctorado. Actualmente es docente en la Universidad de Filadelfia.

Pero… ¿qué es Camille en realidad, además de una destacada ensayista y crítica con una ideología muy personal? ¿Una rompedora de tabúes? ¿Una provocadora? Quizá alguien que insiste en ver el otro lado de la moneda…y cuando ahonda en temáticas tan sensibles como el acoso sexual, hace parecer a las feministas como un montón de princesitas ingenuas…y eso es algo que sus colegas no pueden tolerar, de manera que insisten en tildarla de “antifeminista”, cuando no de “fascista”. Debemos reconocer que en su afán por poner “a salvo” a las mujeres de un posible acoso, se ha llegado a extremos verdaderamente ridículos. En el metro de la ciudad de México, por ejemplo, hay vagones especiales para mujeres. En Estados Unidos, una mínima alusión que pueda ser percibida como “sexual”, puede provocarle auténticos dolores de cabeza a un hombre (no se menciona nunca el acoso de mujer a mujer, por ejemplo). “Mi posición libertaria –escribe Camille en el artículo “En el circo no hay reglas”, incluido en Vamps and tramps – es la de que, siempre que no haya violencia física, la conducta sexual no puede y no debe ser legislada desde arriba, que toda intrusión de las figuras de autoridad en el sexo es totalitaria”.



“…El grotesco cliché del “patriarcado” debe desaparecer, o más bien ser devuelto a su aplicación original a periodos como la Roma Republicana o la Inglaterra victoriana. Lo que las feministas llaman patriarcado es simplemente civilización, un sistema abstracto diseñado por los hombres pero ampliado por las mujeres (las cursivas son mías), que ahora son copropietarias. Como un gran templo, la civilización es una estructura de género neutro que todos deberían respetar. Las feministas que parlotean sobre el patriarcado se han autoexiliado en chozas de paja.” (“En el cierco de la civilización”, Vamps & tramps, p. 78)

Más adelante, en el mismo artículo, señala: “(…) A las chicas se les enseña la mecánica de la reproducción y del intercambio sexual de una manera tan clínica como si estuvieran aprendiendo a manejar un coche o un ordenador (…) El feminismo ha construido un infierno sexual espectral en el que habitan estas muchachas; es todo su mundo cultural, una nueva religión sin dios, hecha de furia y fanatismo (…)” (p. 83)

A favor de Camille podemos decir que, en efecto, ella continuó lo que Susan Sontag abandonó a mitad del camino…aunque, pienso, no por snobismo, o por congraciarse con la intelectualidad de élite –que ha sido la acusación más reiterada de Camille contra su colega- sino para replantearse sus intereses estéticos e ideológicos, lo cual encuentro absolutamente legítimo. Camille, en cambio, no quita el dedo del renglón…y si bien hubiera podido evitar que sus discrepancias con la Sontag trascendieran el terreno del chisme de espectáculos, son tantos los méritos atribuibles a Camille como a su, llamémosle, rival ideológica. Es, además, una rara avis: una feminista militante que al mismo tiempo critica acremente las corrientes feministas que, a decir suyo, han frenado la fructificación de este movimiento en obras de calidad artística…y ha sido una académica anti academicista quien ha puesto el dedo en la llaga respecto a los intereses mezquinos ocultos tras los llamados Estudios de Género, otra de las cosas que Camille ha descalificado con argumentos que nadie se ha atrevido a refutar. Por ejemplo: ¿Por qué los llamados “Estudios de Género” excluyen de sus programas de estudio a varones que han escrito sobre el mundo femenino; algunos de manera tan abundante, incluso emancipadora como D.H Lawrence? ¿Por qué al mismo tiempo que las feministas defienden a capa y espada la plena posesión de las mujeres sobre su cuerpo, repudian cualquier manifestación de erotismo al margen de lo “políticamente correcto” decretado por ellas?

Las pobres mujeres, parece decir Camille, se liberaron del yugo de los púlpitos y los ensotanados, para terminar subyugadas a una horda de mujeres obsesionadas con la necesidad de acabar con la pornografía. Están absolutamente convencidas de que es imposible que las mujeres “normales” (¿) puedan disfrutar prácticas tan “humillantes” como las presentadas en el cine porno. “La libertad crea nuevas prisiones”, escribe Camille en un ensayo dedicado al marqués de Sade. Una de las mayores preocupaciones de las feministas es lograr la censura de la pornografía heterosexual –porque naturalmente la gay les importa un comino, y su sola existencia echa por la borda muchas de sus sesudas teorías respecto a la cosificación de las mujeres para placer exclusivo del varón- y la censura, reflexiona Camille, más allá de representar un retroceso, solo conduce a conductas clandestinas que pueden llegar a ser mucho más denigrantes para quienes, por necesidad o por mero gusto, se dedican a esta actividad, “Se ha producido una alianza increíble entre las feministas, las escuelas católicas y la extrema derecha- declara indignada para el Observer- Como consecuencia, algo muy malo ha ocurrido.

Camille señala concretamente a las feministas antiporno a ultranza Catherine McKinnon y Andrea Dworkin, a quienes burlonamente denomina “Thelma y Louise”: “…Mac Kinnon (…) es una puritana del siglo XX cuya educación (su padre fue un severo juez de Minessota, republicado conservador y episcopaliano) parece sacada directamente de Hawthorne (…) (A Dworkin) La llamo La Chica del Refriado Eterno. Es la niña lloriqueante, torpe y mofletuda del campamento de verano que siempre está derramando la leche (…) (“”Las guerras culturales”, Vamps and tramps, p.p 187 y 188) Camille no vacila en dirigir su artillería también contra aquellas que suponen que el feminismo es un coto cerrado…tanto, que solo es válido que las mujeres se amen entre sí: “…Librémonos del Feminismo de Enfermería, con su manicomio de dolores de estómago, anoréxicas, bulímicas, depresivas, víctimas de violación y supervivientes a incestos. El feminismo se ha convertido en un cajón de sastre donde montones de hermanas lloriqueantes pueden acumular sus neurosis (…) Cuando define al hombre como enemigo, el feminismo aliena a las mujeres de sus propios cuerpos” (“Las guerras culturales”, Vamps and tramps, p. 191.

Una de las cosas que Camille establece desde sus artículos –que lo mismo radiografían despiadadamente las entrañas de la academia, que realizan despiadados análisis de estrellas del espectáculo como Madonna, de la realeza, como Lady Di (¡a quien compara con una Virgen María con regusto a Rock ‘n roll!) o de la política, como Hillary Clinton, nunca exentos de admiración- y sustenta académicamente en su extraordinario libro de ensayos, Sexual personae, Arte y decadencia desde Nefertiti hasta Emily Dickinson (Valdemar, Intempestivas, Madrid, 2006, traducción dePilar Vázquez Álvarez) –es que la sexualidad y la personalidad sexual no pueden reducirse a prototipos: heterosexual, homosexual, bisexual… sino que hay una variopinta extraordinaria de formas de amar, de concebir el amor, de practicar la sexualidad y de experimentar el erotismo. Ningún libro sobre estudios de género aporta e ilumina tanto como Sexual personae, acaso porque a Camille le importa un comino congraciarse con la academia…y tampoco le importa herir la sensibilidad de algún purista cuando afirma, por ejemplo, que el muy masculino Byron es un escritor hermafrodita…o que la sacrosanta Emily Brontë, autora de Cumbres borrascosas, se identificaba con su salvaje héroe, Heathcliffe, y no con Catherine Earnshaw. De una vez por todas, Camille le arranca a esta obra maestra la etiqueta de Novela Rosa y expone el monumental temperamento masculino de la dulce Hermanita Brontë, sin que ello quiera decir que haya sido lesbiana. El género, el sexo, la orientación sexual no necesariamente tienen injerencia en una escritura. Se puede ser un homosexual como Shakespeare y escribir obras de una masculinidad arrebatadora. Del mismo modo que un homosexual como Óscar Wilde puede ostentar una exquisita escritura asimismo homosexual: nadie se atrevería a decir que escribe como mujer.

Del Marqués de Sade, por ejemplo, muchos podrían decir que es misógino, pero Camille discrepa absolutamente: “(…) Sade y (William) Blake otorgan a las mujeres la libertad sexual de los hombres. Pero, aunque respeta a sus grandes libertinas, Sade detesta a las mujeres procreadoras (…)” Camille estira los clichés al máximo. Asume que nada es absoluto, que no puede serlo…que se puede, como en el caso de Sade, ser misógino tratándose de cierto grupo de mujeres…más aún: ese grupo por él denostado, puede simbolizar algo que, en el caso concreto de Sade, un extraordinario conocedor de su propia naturaleza, tiene un sentido…y en su caso bien podría ser manifestar su anti-roussianismo (aunque era casi una moda que los autores de la época se manifestaran en contra de Rosseau, una de las mayores influencias del periodo romántico y su ya sobado “el hombre nace bueno…”, aunque a decir de Camille, “el niño santo” de Rosseau sería definitivamente anulado por el infante agresivo y ególatra de Freud quien, entre otras cosas, descubrió que los niños nacían sexuados. El mundo de Sade, retrocediendo un poco, es uno gobernado por la Madre Naturaleza, y no por Dios que ni siquiera existe. De hecho, dice Camille, ni tan en broma (considero que aquí nos propone una lectura harto interesante), podría decirse que Justine es Rousseau y Sade, Juliette. Por cierto: para Camille, hija de Sade, las feministas ortodoxas son “roussonianas”

Es mucho más fácil que se reflejen los temores sexuales, las fobias, la misoginia, la androfobia….pero la escritura, por si misma, es una manifestación erótica, y no necesariamente –casi nunca- un reflejo de la forma en que el autor o autora concibe o practica la sexualidad. Asimismo, la autora realiza un recorrido histórico muy cuidadoso en torno a la evolución –o involución – de las prácticas sexuales, para una mejor comprensión de los arquetipos de los que se vale para estudiar a los autores seleccionados. Lo apolíneo y lo dionisíaco son su punto de partida. Apolo paraliza a los seres vivientes, los transforma en objetos de arte para su particular contemplación, “fascista pero sublime”, mientras que lo dionisiaco es la irrupción de lo que ha sido reprimido. Para Camille es mucho más práctico dividir a sus objetos de estudio en “apolíneos” y “dionisiacos”, que perderse en los meandros de la persona sexuada de la que, me atrevería afirmar, ningún estudioso del género ha salido por lo menos ligeramente raspado.

Los conceptos de “masculinidad” y “feminidad”, tan mal comprendidos, tan mal estudiados y –peor aún- tan socorridos por una Sociedad cuya misión es frenar a la Naturaleza a la que percibe como el Caos, son profundamente estudiados por Camille en Sexual personae, y concluye lo que algunos intuíamos (pero ella antes que nadie): que nada tiene que ver un comportamiento con la conducta o la orientación erótica… ni siquiera con el género. Refiriéndose a Goethe, realiza una aseveración que escandalizará a muchos: “….Para apelar a la transexualidad, el arte ha de ser bisexual en su origen”. ¿Se refiere con ello a aquella célebre frase de Samuel Coleridge que trascendió gracias a una cita de Virginia Woolf en Un cuarto propio, “toda inteligencia debe ser andrógina”? Líneas adelante he dicho que Camille estira los clichés al máximo, como para ver hasta donde resisten, y esto, que se ha convertido en uno de los clichés menos tomados en serio: una mujer inteligente continúa siendo tildada de “masculina”. Pero Camille lleva este concepto al paroxismo. Se regodea en cada uno de los célebres –o no tanto- personajes literarios que se han travestido, mujeres en su gran mayoría, y realiza una exacta diferenciación entre transexualidad, sublimación, camuflaje, aunque siento que se equivoca cuando cita a Madame Bovary, quien, en efecto, usaba corbata y accesorios masculinos…pero no por alguna oscura tendencia sexual, sino porque era la moda de la época (el mismo error comete Vargas Llosa en su célebre ensayo, La orgía perpetua) La vestimenta masculina otorgaba poder a algunas mujeres reacias a la debilidad; mujeres que combatían la vulnerabilidad que suponían propia de su sexo, pero al mismo tiempo demostraban con su actitud que creían poder cambiarlo a través de un performance… y sin embargo se enamoraban fatalmente de varones, como las heroínas de Shakespeare…otras, definitivamente, necesitaban reafirmarse en tanto varones, es decir, eran casos de transexualidad…mientras que ciertos varones como el don Juan de Byron, no vacilaban en tomar ropas femeninas para acceder a lugares restringidos a su sexo –como sería el caso del serrallo-, pero no con otra finalidad que la de disfrutar el espectáculo o, de plano, sorprender a las féminas con su varonil presencia y aprovechar la confusión y excitación que ello pudiera producir. Con todo y esto, nos dice Camille, el don Juan de Byron disfruta convertirse en el juguete sexual de la jefa del serrallo, sin experimentar la necesidad de retirarse los ropajes femeninos. Lord Byron mismo sería lo que hoy denominamos “metrosexual”.

Hoy se sabe que existen los travestidos heterosexuales, y que el hecho de usar prendas femeninas los acerca eróticamente al sexo opuesto. Podría ser también el caso de George Sand, una dama heterosexual que adoraba disfrazarse de caballero (aunque, para variar, nunca se habla de las mujeres que se excitan usando trusas de varón, por ejemplo). El romanticismo, sobre el que tantos experimentan tanta nostalgia, fue el culmen de la sublimación del incesto, casi siempre entre hermano y hermana, aunque Camille no menciona la novela de Mary Shelley, Matilda, donde el amor se da entre un padre y su hija. Amores, es cierto, muy raras veces –o nunca- consumados, pero no por ello menos tormentosos y ardientes. En el tardorromantcicismo la cosa fue más allá: el amor crea entre los amantes un vacío tal, que solo el canibalismo puede volver realizable: “(…) En Baudelaire, la homosexualidad es insaciable porque es un desajuste anatómico. Pero decir que Safo (personaje de Anactoria, de Swinburne) odia porque no puede consumar de modo convencional su amor sería bastante, puesto que en Swinburne el varón y la hembra desprecian la unión sexual.”

Camille, quien ha analizado con mente más que clara los tabúes existentes, parte del tabú del incesto para explicarnos una posible razón de las formas tan torcidas en que asumimos el sentimiento amoroso…por qué el sexo estuvo completamente desligado del mismo, y cómo es que ahora prácticamente no puede hablarse de amor si no hay sexo de por medio…y como conductas como el masoquismo y el sadismo son producto del procesamiento de ciertas experiencias infantiles, y que todos, en mayor o menor medida, los ponemos en práctica en nuestras relaciones amorosas y sexuales. Aunque ella no es socióloga, sino literata, nos hace ver como estas actitudes han sido representadas en la literatura, a veces de la manera más cruda posible…y cómo no han perdido vigencia en una época tan aséptica y represiva de los sentimientos –más que de los impulsos- como la nuestra, tan necesitada de redescubrir la Naturaleza.

Por otra parte, la masculinidad puede ser sinónimo de debilidad, como en los varones patéticos de Wordsworth (que no, no era homosexual)...o la feminidad representada como el máximo símbolo de la fuerza y el poder como en la antes citada Safo de Swinburne o los personajes femeninos de Balzac como La prima Bette. A través del estudio de la representación de la “persona sexual” en la literatura, y una comparación entre lo que sus autores quisieron decir y la biografía de los propios autores, Camille derriba un tabú pero también un mito. El tabú de que la crítica literaria debe restringirse a un análisis de la obra y a la época en que fue escrita…y el mito de que los hombres escriben como hombres, las mujeres como mujeres, los gays como gays, etcétera, etcétera..

“Quiero un feminismo revampirizado”, afirma la propia Camille, realizando un juego entre los términos “Vamp” (vampiresa” y “revamp” (renovar, modernizar). Luego de leerla, de enojarnos un poquito con ella, de reconocer que –como diría otra feminista pro-pornografía, Sally Tisdale- lo mismo puede gustarnos que nos abran la puerta del auto y que nos hablen sucio al oído- y de carcajearnos con su hilarante sabiduría, no podremos evitar amarla…y querer lo mismo que ella.





No hay palabras


Para Elena Méndez

Las palabras finalmente como algo que se toca y se palpa, las palabras como materia ineludible. Y todo acompañado de una música oscura y pegajosa…

A.D

Amparito fue una niña muy miedosa, como por lo general son los niños rebasados por su imaginación. Sus ojos de gato ámbar, cuyo brillo se acentuaba con la oscuridad y en el desvelo, retaban sin embargo a las sombras. Se sentía observada a toda hora por una multitud de ojitos, sobre todo mientras intentaba conciliar el sueño. Soñaba rituales edípicos como los de la hermosa mujer rubia del cuento “Griselda”: “La mujer dejó de llorar y alzó la cara. Martha contempló entonces un rostro transfigurado por el dolor y dos enormes cuencas vacías; mientras los ojos de Griselda, cientos, miles de ojos, lirios en el estanque, la traspasaban con sus inmensas pupilas verdes, azules, grises…” (Árboles petrificados, Joaquín Mortiz, 1977).

Definitivamente, la oscuridad no quiso ser su amiga, más bien el parapeto de entes deseosos de suplantarla o apoderarse de su menuda humanidad. Las pesadillas que la torturaban no eran la mitad de aterradoras que sus delirios de niña callada y solitaria. Es muy probable que ante la impotencia de nombrar al miedo, Amparo optara por comunicarse con sus demonios interiores a través de la escritura. Pero la escritura, en vez de otorgarle el poder de nombrar esas cosas, le hizo posible otorgarles una forma, una sombra, un propósito, un cuerpo.

“Al lado de nuestra casa –escribiría de adulta Amparo Dávila –se encontraba la de mi abuelo paterno, en ella había dos cuartos que nunca he olvidado: una sala muy grande con muebles de mimbre, tibores, espejos dorados, flores, miniaturas y una virgen de bulto de tamaño natural, con grandes ojos azules de vidrio que parecía que de pronto iba a bajarse de su altar, y en el cuarto del fondo había un ataúd en el centro y cuatro cirios nuevos. Éste era el ataúd que mi abuelo tuvo, durante años, listo para su muerte.” (Los narradores ante el público, Confrontaciones, Joaquín Mortiz, México, 1966).

La infancia es, en la gran mayoría de los casos, el lugar donde los escritores eligen permanecer. No necesariamente por asociársele con la felicidad –la historia de la literatura registra infancias desdichadas, incluso trágicas y crueles- sino porque es el instante del descubrimiento…de la autoexploración, de la obligada tregua con los miedos. Los relatos de Amparo bregan poco en la autobiografía, no así sus poemas, faceta casi desconocida hasta la reciente aparición de Poesía reunida (Fondo de Cultura Económica, México, 2011). La brevedad del volumen sugiere que lo cultivó más como vía alterna de expresión que con el rigor que se advierte en su prosa. Y sin embargo, además de su indiscutible valor literario, nos permiten conocer a la Amparito que permaneció agazapada tras las sombras siniestras de sus relatos…la niña de trenzas que retozaba frente al río y contemplaba absorta al imponente Cristo de los Mineros agobiado por “sudores de lirio” en Jueves Santo….la esposa condenada a la inexorable fidelidad que muchas veces recuerda más a Argos, el fiel perro de Ulises, que a la propia Penélope.

ANCLABAS y partías

en la tarde colmada de presagios

blanca tumba

de pájaros marinos

entre la luz y el viento

como un barco indeciso

anclabas y partías.

(“El cuerpo y la noche” (1965-2007) p.83)



La experiencia de la muerte no se limitó a crecer con la visión del ataúd que aguardaba por su abuelo. Amparo fue la sobreviviente de tres hermanos, siendo la segunda y única mujer. El mayor murió apenas nacer. El menor falleció a tierna edad a consecuencia de una meningitis. Por si no fuera suficiente, pierde a su único compañero de juegos en plena infancia. Ella misma queda postrada, a raíz de esta pérdida, por una enfermedad no identificada y de pronóstico reservado. Llega, sorprendentemente, a los 20 años, edad en que publica su primer poema en la revista potosina Estilos; llega, más aún, sana, bella y rozagante. Pero cuando en 1954 decide trasladarse a la ciudad de México para iniciar su carrera como narradora, recae. Siente morir. Ahora sí. Más que curarse, Amparo retorna a la vida con un bagaje de silencios que le permitirá escribir textos deslumbrantes. ¿Es casualidad que el primer libro que cayera en sus manos fuera La divina comedia? ¿Serían los demonios quienes lo pusieron a su alcance para que abriera una ventana al infierno?: “Su mundo era sólo su mundo, lleno siempre de inquietud, angustiado de todo y de nada, ansiedad acrecentada por los años, desasosiego, andar de aquí para allá buscando un sitio, el sitio que no encontraba, nunca la paz, aburrimiento constante de lo que tenía o deseo de algo distinto; la soledad a cuestas siempre, ni siquiera su obra bastaba, sólo el tiempo de la gestación era parte suya, después podía haber sido la de otro, tan lejano, como nunca creada por él…” (“El jardín de las tumbas”, Música concreta, Col. Letras mexicanas, Fondo de Cultura Económica, 2002, p.p 50 y 51).

¿Qué niño no deja de nombrar las cosas cotidianas cuando ha vivido con la certeza de la muerte pendiendo sobre su cabeza? El sin sentido se apodera del alma infantil, la puebla de ecos perversos y subvierte la inocencia. Nacida el 21 de febrero de 1928, en Pinos, Zacatecas, “el pueblo de las mujeres enlutadas” de Agustín Yánez, transcurriría su infancia entre este poblado rulfiano y San Luis Potosí, donde haría su debut como escritora. Amparo Dávila pretendió exorcizar a sus demonios mediante la poesía, pero ¡oh sorpresa!, si bien Emmanuel Carballo calificaría esta de “transparente”, lo cierto es que era también “nocturna”, y que su tema recurrente era la muerte, más aún, la angustia ante la certeza de la muerte. Por alguna razón imagino a la joven Amparo escurridiza, temerosa, pálida, perenne víctima de su encanijada imaginación que la hace sacar mil conjeturas, a cual más horrible, en torno al inocente ofrecimiento de un extraño, como la Tina Reyes de su cuento del mismo nombre: “Él sugirió que fueran hasta la esquina X, porque ahí siempre pasaban libres, a cualquier hora. Y Tina seguía diciéndose que ahí debía estar el taxi cómplice. Pero se dejó llevar, convencida, como estaba, de que ese era su destino y como tal tenía que cumplirse aunque ella se resistiera. Y efectivamente no bien llegaron, él paró un libre.” (Música concreta, p. 125). Como oveja al matadero, así se deja llevar Amparo por su persuasiva imaginación que finge ser su amiga pero en realidad pretende drogarla, violarla y asesinarla, no necesariamente en tan ortodoxo orden. A diferencia de Tina Reyes, Amparo Dávila demoró bastante para convencerse de que era su destino. Publicaría tres libros de poesía: Salmos bajo la luna, Perfil de soledades y Meditaciones a la orilla de un sueño, títulos que anunciaban la inminencia de su narrativa. No creo, como Georgina García Gutiérrez (“Amparo Dávila y lo insólito”, Nueve escritoras mexicanas nacida en la primera mitad del siglo XX, y una revista, Coordinadora: Elena Urrutia, Instituto Nacional de las Mujeres del Colegio de México, 2006), que el interés de Amparo por el género fantástico haya aparecido a raíz de su traslado a la ciudad de México. La autobiografía de la autora zacatecana la presenta como alguien subordinada a Su Majestad la Imaginación desde pequeña. En lo que sí concuerdo con la académica, es en la comparación que establece no entre Amparo y Remedios Varo, sino entre Amparo ¡y las mujeres pintadas por Remedio Varo! Esos relatos estrujantes, pegajosos, cercados de jardines pútridos, donde la maldad acecha tras unas gafas oscuras, en la más dulce flor o en los seres más anodinos; donde nunca sabremos si la autora se refiere a personas o a freaks, en los que el infortunio se anuncia de manera bulliciosa, no pueden sino tener el rostro de una brujita de Remedios Varo, idéntico al de la bruja Amparo, con unos verdes ojos gatunos (¿Casualidad también que solo se fotografíe con gatos que se le parecen como si fueran sus hijos?) y una negra melena que parece excesiva para su pequeño rostro de delicados rasgos. La gran bruja de las letras mexicanas, la que cocina el lenguaje junto con corazones podridos, flores babeantes y sexos de sapo: “Fue un verdadero acierto graduar el dolor, darle categoría y límite (…) Se necesitaría de un artista auténtico para conmoverme, no de un simple aprendiz de monstruo (…)” (“Fragmento de un Diario”, Muerte en el bosque, Lecturas Mexicanas, no. 74, Fondo de Cultura Económica, SEP, 1985, p. 11) ¿Aprendiz? De eso nada. La bella Amparo se reconcilió con la bestia que la habita, y la que leemos es la bestia misma en vías de perfeccionarse hasta la autodestrucción. El monstruo en que suelen transformarse los niños miedosos que se cansan de suplicarles a las tinieblas que no se los coman y terminan comiéndose su propio corazón.

Cuando en entrevista con Elena Poniatowska Amparo se confiesa impresionada por Kafka, no revela nada que no haya revelado a través de sus relatos: Como el autor checo, la mexicana presentar el horror a nombrarlo. El mundo de Kafka es como la casa llena de fetiches mortuorios del abuelo de Amparo, donde una virgen tamaño natural cuyos ojos invitan a sacárselos o amenazan con rodar hasta tus pies, no sería intrusa en lo absoluto. Un mundo donde los lugares se vuelven personas y las sombras adquieren formas que se arrastran. Tiempo destrozado, su primer libro de relatos publicado en 1959, en la colección Letras Mexicanas, ya está lleno de esos referentes kafkianos, aunque no sería hasta Música concreta, el segundo, que lo innombrable alcanzaría su apogeo. La voz narrativa de Amparo nos remite a la de la niña que intentaba convencer a las sombras de no tragársela, preguntándose si no serían sus hermanos y su amiguito quienes la invitan a incorporarse a su mundo para juntos jugar eternamente. Parecieran, en algunos casos, la respuesta tardía a aquella invitación desde las tinieblas: “(…) era como ya no estar en mí misma, sino muy lejana, en otro instante muy hermoso.” (“Detrás de la reja”, Música…p. 62). Lo hermoso y lo terrorífico se dan la mano. La belleza de pretender que se está allí cuando en realidad se está muy lejos. Salirse de uno. Mirarse uno. ¿En qué momento aceptó Amparo fundirse en las sombras y salir convertida en una erudita del silencio expresivo, elocuente? ¿O es que vivir entre enlutadas, como llama a las monjas que la asistieron en sus primeras letras en San Luis Potosí, vuelve sombra de sí mismo a cualquiera? Lo diabólico en la escritura de Amparo, sin embargo, tiene más que ver con lo poético que con lo herético. Es el demonio melancólico de los románticos, de los góticos: “(…) esta tela representa el caos, el desconcierto total, lo informe, lo inenarrable… pero le quedará sin duda un bello traje.” (“Tiempo destrozado”, Muerte en el bosque, p. 86).

Alfonso Reyes será su mentor, su guía, su jefe comprensivo en El Colegio de México. La entregará incluso al altar cuando se casa con el pintor, también zacatecano, Pedro Coronel (1921-1985) en 1958, de quien Amparo se divorciaría en 1964, habiendo procreado dos hijas: Luisa Jaina, nacida el año mismo de la boda, y Juana Lorenza, nacida en 1959. Resulta imposible no preguntarse si sus relatos que aluden a la vida conyugal como una pesadilla, que son varios, y fueron escritos más o menos durante esa época, serán autobiográficos, como por ejemplo “El huésped”, acaso el más célebre de ellos y que aparece en Muerte en el bosque; o “Alta cocina”, del mismo libro, donde la cocina se transforma en algo así como un potro de tortura del que brotan gritos de dolor; o el estremecedor “El último verano”, incluido en Árboles petrificados (Joaquín Mortiz, 1977), donde una ama de casa cree estar sufriendo los efectos de la menopausia y se descubre encinta, cosa que recibe sin ningún agrado y sí con la sensación de que un cuerpo extraño la invade y necesita terminar con él: “(…) Cerca de las seis de la tarde, alcanzó a percibir como un leve roce, algo que se arrastra sobre el piso apenas tocándolo; se quedó quieta, sin respirar… sí, no cabía la menor duda, eso era, se iban acercando, acercando, acercando lentamente, cada vez más… cada vez más… y sus ojos descubrieron una leve sombra bajo la puerta… sí, estaban ahí, habían llegado, no había ya tiempo que perder o estaría a su merced… Corrió hacia la mesa donde estaba el quinqué de porcelana antiguo que fuera de su madre y que ella conservaba como una reliquia. Con manos temblorosas desatornilló el depósito de petróleo y se lo fue vertiendo desde la cabeza hasta los pies, hasta quedar bien impregnada…” (p. 66).

Lo más relevante de la relación entre la escritora y Reyes, y que ella no revelaría sino hasta sus apuntes autobiográficos, es que él la llevó de la mano al consultorio de Federico Pascual del Roncal, un inminente psiquiatra español, muy buen amigo del escritor regio. Se requiere de una infinita simpatía para confiarle a alguien que sufres terrores nocturnos, que te agobian las pesadillas, que te sientes observada por multitudes de ojos (los mil pares de ojos son una constante en la escritura de Amparo) y vives temerosa de ser tragada por las sombras. No se sabe si el tratamiento tuvo éxito, dado que los relatos de Amparo nunca dejaron de transmitir esa especie de horror pasivo por el destino, pero finalmente el silencio terminó por envolver a la bella bruja tras Árboles petrificados, Premio Xavier Villaurrutia 1977 y que prometía muchos libros más. No volveríamos a saber nada de Amparo sino hasta que en el 2003, la joven escritora Cristina Rivera Garza nos la daría a conocer a muchos a través de La cresta de Ilión, que no es un ensayo sobre la obra de Amparo, sino una preciosa novela gótica en homenaje a ella y a su obra, con la misteriosa Amparo de cadera huesuda (“Cresta de Ilión” se llama al huesito de la cadera) como protagonista. Hasta entonces, los que admiraron a la escritora zacatecana la creían muerta, tal era su silencio, y Cristina nos hizo ver que no, que estaba viva y sana. La propia Cristina ha confesado que, al descubrir que su admirada escritora aún vivía, decidió escribir esa novela en su honor donde un extraño refugio para desahuciados reúne a la muerte y a la vida en una historia de amor. Quizá fue lo que animó a la retirada escritora a escribir “Apuntes para un ensayo autobiográfico”, publicado en la revista Barca de palabras. Lo cierto es que Amparo Dávila se mantiene apartada de los reflectores, disfrutando de sus numerosos nietos y cuidando de su jardín en su casa de Zacatecas, para que no se petrifique: “Cuando se es viejo, uno vive ya sólo para sus recuerdos, los persigue queriendo recuperarlos, como si fueran los pedazos de un objeto roto que se quisiera reconstruir…” (“Griselda”, Árboles petrificados, p. 53).



DESTRUCCIÓN Y VIDA DE LA ROSA

Ausente del ser, la rosa permanece,

en ámbito transido

de negaciones y torturas.



Desde su sueño,

ante su rostro de silencios

contempla su lenta, larga

transparencia de agua

y se descubre mutilada y sola

en el vacío azul de la inconsciencia,

flotando en un angustia renovada,

intacta siempre,

sostenida tan solo por raíces

de frágiles cristales.



La rosa sueña

la muerte de la rosa.



Preciso es morir,

destruir los castillos edificados en la arena,

las falsas lunas en el telón de la noche,

la muralla del eterno refugio

y la estatua colocada

en el jardín de la infancia.



La rosa sabe

que la rosa ha muerto.



Desprendida de su propia sombra,

al margen mismo del sueño

se encamina al momento

de las verdades sustanciales.



Desnuda, sobre los rescoldos humeantes

de sus murallas rotas,

descubre su propia arquitectura.



La rosa vive

La vida de la rosa.



“Perfil de soledades” (1954)

Poesía reunida l

Desmayada en rosas


Ven, oye, yo te evoco


Extraño amado de mi musa extraña,


Ven, tú, el que meces los enigmas hondos


Es el vibrar de las pupilas cálidas,


El que ahonda los cauces de amatista…


De las ojeras cárdenas


Ven, oye, yo te evoco,


¡Extraño amado de mi musa extraña!


Misterio: ven


D.A


Delmira Agustini llevó demasiado lejos su anhelo de una pasión perfecta. Era demasiado joven para comprender que nada más defectuoso e impuro que la pasión. Como la belleza misma. Como el amor. Pero si lo hubiera sabido, no tendríamos en nuestras manos sus excelsos poemas, aunque el precio a pagar haya sido demasiado alto. En medio de su ardiente búsqueda se hizo acompañar por el que sería su asesino… o su cómplice… nunca lo sabremos, Enrique Job Reyes, el marido anodino que aceptó involucrarse en un extraño juego que culminó en los encabezados de la nota roja. Enrique Job-Reyes, cuya personalidad no corresponde en lo absoluto al fogoso amante de blancas manos retratado en sus poemas, al que incluso compara con un busto romano: “Quise volar… ¡y desmayé en tus manos!/ ¡Manos que sois de la Vida!/ ¡Manos que sois del Ensueño!/¡Manos que me disteis la gloria!/¡Manos que me distéis miedo!



Miedo. Acaso la palabra más mencionada a través de la obra de Delmira. Pero mucho más que un miedo de predestinación, se trata del miedo a la propia naturaleza….a lo que uno se ve forzado a reprimir para no ser considerado un monstruo, pese a que todos, en mayor o menor medida, lo somos. Miedo de lo que inconscientemente sabemos somos en realidad y nada, ni siquiera la promesa de la dicha, nos impele a soltar… máxime si se es mujer, en una sociedad tan conservadora como la que tocó en suerte a esta gran poeta. Considero que el misterio de la fascinante poesía de esta seductora mujer radica en dos rasgos muy personales: su ya mencionado anhelo de pasión, que en su caso está muy ligado al anhelo de perfección estética, y su forma de concebir y dirigirse a la musa, según se advierte en el epígrafe: la musa es una presencia muy recurrente en sus poemas, aunque la originalidad estriba en que esta musa tiene un amante que a su vez contribuye a insuflarle la pasión con que ella envuelve a quienes la contactan. Delmira no invoca a la misa: se proyecta en ella; se establece un diálogo entre iguales. No es Delmira una mansa transmisora de lo que esa musa, mujer al fin y al cabo, le sopla al oído y le brinda el veneno divino de la melancolía, sino que apela a su tierna complicidad en una especie de rezo pagano:

Vibre, mi musa, el surtidor de oro

La taza rosa de tu boca en besos;

De las espumas armoniosas surja

Vivo, supremo, misterioso, eterno,

El amante ideal, el esculpido

En prodigios de almas y cuerpos;

Debe ser vivo a fuerza de soñado,

Que sangre y alma se me va en los sueños;

Ha de nacer a deslumbrar la Vida,

¡Y ha de ser un dios nuevo!

Las culebras azules de sus venas

Se nutren de milagro en mi cerebro…


El surtidor de oro

Delmira siempre hizo lo que quiso, y logró que los demás hicieran exactamente lo que ella quería. Como si quienes la rodearan fueran fruto de su imaginación… personajes de su novela… habitantes de su lienzo. Las palabras mismas se le sometieron, suspirantes y embriagadas, de tal suerte que la uruguaya terminó arrancándole a Rubén Darío un elogio insólito: “Si esta niña bella continúa en la lírica revelación de su espíritu como hasta ahora, va a asombrar a nuestro mundo de habla española… pues por ser muy mujer dice cosas exquisitas que nunca se han dicho.” (La pasión de los poetas, Jorge Bocannera, Alfaguara, Argentina, 2002). Cosa curiosa: lo que más admiraba Darío en ella, era que se expresara como mujer… que introdujera esa voz susurrante y seductora al Modernismo, corriente por él presidida. Estableció además un parangón entre el no tan sutil –pero sí tierno- erotismo de Delmira y la pasión mística pero desbordada de Santa Teresa de Jesús. Fuera del sobresalto inicial de leer de pluma de una señorita cosas como “Sobre la vida toda su majestad levanta,/ Y el beso cae ardiendo a perfumar su planta/ En una flor de fuego deshojada por dos…” (“Amor”), a nadie se le ocurrieron suspicacias respecto a la joven. O acaso interpretaron como juegos de palabras lo que para nosotros se materializa en imágenes inequívocamente eróticas. El tiempo daría la razón a Darío. La intensidad de la muchacha, aunada a un franco conocimiento del arte poético, innato acaso, es algo que aún en nuestro tiempo, en que el erotismo femenino ha dejado de ser tabú para ser tildado de cursilería, despierta admiración y aviva el fuego de los corazones que comparten su insaciable sed. La vibrante ternura de los versos de Delmira, sin embargo, no roza ni un milímetro lo que pudiera considerarse “cursi”: “Eros, yo quiero guiarte, Padre ciego…/ pido tus manos todopoderosas/ ¡su cuerpo excelso derramado en fuego / sobre mi cuerpo desmayado en rosas!”

Delmira Agustini, alias La Nena, nació en Montevideo, el 24 de octubre de 1886, en el seno de un guarecido y enternecedor hogar de inmigrantes italianos llamados Santiago Agustini y María Murtfeld Triaca, donde nunca se esperó semejante producto: una pequeña y regordeta bestezuela de avispados, enormes ojos azules que todo se lo querían comer; una nena glotona, ansiosa de sabores y sensaciones desconocidas.

A los diez años ya componía versos que deslumbraban por la madurez de sus conceptos, al tiempo que estudiaba francés, música y pintura, justo lo que quería estudiar, aún en aquel tiempo los liceos estaban vedados para el sexo femenino. Delmira no supo lo que era una imposición, nunca hizo nada que no quisiera hacer, más bien sus padres se dejaron llevar de su pequeña mano por la senda de la maravilla, el arte y la travesura.

Muy al contrario de la mayoría de las escritoras decimonónicas (¡y latinoamericanas!), Delmira no sólo llegó a ser el máximo orgullo de su padre, sino que éste, rendido a los pies de su talentosísima hija reina, terminó convertido en una especie de secretario, supliendo la desordenada caligrafía de la muchacha por una hermosa letra de molde toda garigoleada, gran vanidad de don Santiago, que poseía esa virtud complementaria al talento de su hia. Fue él quien llevó los primeros versos de su cría a diversas redacciones de diarios y revistas, de tal suerte que a lo dieciséis, ya Delmira era objeto de culto entre lectores entrenados; pequeña diosa resuelta a ser objeto de culto. No faltó quien se escandalizara, por supuesto, pero la reacción casi unánime de los lectores fue postrarse a sus pequeños pies. “La jovencita insomne, que escribe de noche en delicados papeles de Japón”, dice Jorge Bocannera.



Engarzado en la noche larga de tu alma,

diríase una tela de cristal y de calma

tramada por las grandes arañas del desvelo.



Se habla de ella como quien abrió la puerta de la poesía a las mujeres latinoamericanas. También como la más destacada poeta del modernismo. Nunca tuvo que ocultar su identidad como mujer, ni disfrazar lo que como mujer experimentaba y deseaba, lo que en su momento causó un revuelo más emparentado con la ternura que con el escándalo. Adorada por hombres y mujeres, Delmira no deja de ser una jovencita que posa su cabeza en una almohada rebosante de príncipes azules. La pasión que rebosa su poesía pudiera ser indicativo–si consideramos la posibilidad de que ella haya poseído una discreción que solo le permitía desvelar sus pasiones a través de sus poemas- de que vivió una gran pasión clandestina que habríamos de rastrear o imaginar…pero igual es posible que haya esperado en vano, que su imaginación hiciera brotar rosas en su mente y en su cuerpo, y el retraso que se acumulaba en años debió sembrar en su pecho lo que ella misma denominó “divino veneno de la melancolía”. La temperamental muchacha soñaba ser secuestrada por un apuesto bandolero que la poseyera a la fuerza y terminara, como todos, rendido a sus pies. Pero frente a su balcón de virgen escribiente únicamente pasaban carruajes rengos y caballeros gordos que se quitaban el sombrero de copa apenas reconocer su racimo de rizos nimbados por el sol. Sus biógrafos afirman algo que no se advierte en su obra: que llegó a lamentarse amargamente de que su vida careciera de las adversidades propias de las heroínas de las novelas de George Sand; que sus padres nunca se opusieran a nada; que todos la miraran como un ser exquisito al que no merecían tocar; que le bastaba pedir para que todo se le concediera… que todo a su alrededor fueran homenajes y mimos y ni un solo reproche que le permitiera sacar a la guerrera que llevaba por dentro. ¿Cómo es que nadie quedó consumido en fuego azul que arrojaba por los ojos y tan evidente nos resulta en sus retratos?... ¿De esa necesidad de sufrir, padecer y carecer que suele entronizar a los poetas?

Con todo, en 1910, a los veinticuatro años de edad, Delmira publicó su primer libro, Cantos de la mañana, y tres años después publicaría Los cálices vacíos, recibidos ambos con gran entusiasmo por parte de la crítica periodística que no dudó en referirse a ella como “un milagro”. Asimismo colaboró en la prestigiada revista Apolo, al lado de otros grandes escritores entre los que solo citaremos a Leopoldo Lugones, Horacio Quiroga, y el propio Rubén Darío.

Otra gran incógnita en la vida de Delmira, es por qué, entre todos sus pretendientes, eligió a alguien que no estaba para nada interesado en la poesía y, para completar la ironía, se dedicaba a la venta de ganado: Enrique Job Reyes, con quien se casa a los veintidós años, tras despreciar a una legión de pretendientes que conocían sus versos de memoria, y entre los que muy probablemente había alguno de manos blancas y amedrentadoras que ella invoca continuamente. Probablemente ya para entonces, Delmira se sintiera un poco hastiada de buscar sin hallar al hombre perfecto, el que la hiciera arder y padecer… o sencillamente experimentó terror de su propia naturaleza apasionada que podía llevarla a cometer algún arrebato que hiriera a sus padres, y consideró la posibilidad de ser como todas las mujeres, de llevar una vida normal, sin orgasmos ni grandes manos blancas que la sobresaltaran. No toleró, sin embargo, ser ama de casa por mucho tiempo. La naturaleza es implacable y se impone, tarde o temprano, máxime cuando se es una dulce fiera como Delmira.

Dos meses más tarde, la joven se echaba a los brazos de su madre sollozando: ¡No tolero tanta vulgaridad! Delmira obtiene, sin embargo, un divorcio pacífico y sin aspavientos por parte de Reyes, lo que impide que quienes la rodean imaginen siquiera su trágico final. Hay quienes atribuyen la drástica decisión de Delmira de terminar su matrimonio con Enrique –ser divorciada en la época no debió haber sencillo, ni siquiera para la mimada y admirada Delmira. Poco después de consumarse el divorcio, inició una animada correspondencia con el poeta argentino Manuel Ugarte (1875-1951), gran amigo de Darío, al que alguna vez conoció en Montevideo. Para entonces, ya Ugarte estaba casado con la francesa Therese Desmand. Algunos suponen que fue esta relación epistolar la que inspiró a la poeta esos deliciosos poemas donde relaciona a las estatuas con el erotismo. Esto podría aludir al hecho de que, como personas públicas –casado él, divorciada ella- tenían una reputación que cuidar.

Piedad para los sexos sacrosantos

Que acoraza de una

Hoja de viña astral la Castidad;

(…)

Eros: ¿Acaso no sentiste nunca

Piedad de las estatuas?

Quienes la conocieron, aseguran que no es posible describirla con precisión pues dentro de Delmira Agustini convivían dos mujeres: una sumisa y otra transgresora; la que quería ser y la que era. Ofelia Machado, en un estudio de 1944 para el que entrevistó a varios de los amigos de Delmira, señala que todos coinciden en que era un modelo ejemplar de conducta, seria y amable, muy simpática, pero nunca burlona.

No se sabe en qué momento Delmira volvió a encontrarse con su ex marido, ni que la llevó a elegirlo para realizar una loca fantasía, si nos atenemos a lo que todas las pruebas parecen indicar: ningún hombre que se ha divorciado pacíficamente de su esposa –si es que no existe información oculta o demasiado íntima que se haya mantenido a salvo de los biógrafos- la busca años más tarde para conducirla a un cuarto de hotel y matarla. Es muy posible que Reyes nunca dejara de amarla y que, aún sin comprenderla, se propusiera convertirse en el hombre que ella soñaba, con el fin de reconquistarla. El hecho es que Delmira se entregó intensamente al simulacro. Ninguno de los dos tenían compromisos sentimentales concretos, eran absolutamente libres para amarse. Pero Reyes accedió, a petición de la propia Delmira, dicen, a escribir cartas clandestinas, celebrar reuniones secretas y mantener escarceos a través de celestinas que no tenían idea de quiénes eran ellos.

¿Qué ocurrió realmente aquella tarde del 6 de julio de 1914, en aquel cuarto de hotel? Sabido es que Reyes era un hombre harto conservador y devoto del catolicismo. ¿Se hartó de interpretar al amante que nunca sería y, poseído por el espíritu del marido ofuscado, disparó aquel revólver calibre 32 sobre la cabeza de su ex esposa? O, loco de amor por ella, ¿cedió a un pacto suicida propuesto por la propia Delmira? La policía encontró el espejo del tocador manchado de sangre: Delmira cepillaba su larga cabellera leonada al momento de recibir el impacto. Reyes agonizaba con dos balas en el pecho. Sobre el secreter, encontraron los siguientes versos garrapateados en un cuaderno, también salpicados de sangre:

Yo muero extrañamente/ No me mata la vida…